May 20, 2016

Alégrense en el Señor

La Santísima Trinidad es el rostro de la misericordia

Archbishop Joseph W. Tobin

“Aún tengo muchas cosas que decirles, pero ahora no las pueden sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él los guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oiga, y les hará saber las cosas que habrán de venir” (Jn 16:12-15).

Cada año en el domingo después de la gran festividad de Pentecostés la Iglesia nos pide que reflexionemos sobre el maravilloso misterio de la naturaleza de Dios conformado por tres personas en un mismo ser divino. A esto le llamamos el misterio de la Santísima Trinidad, la enseñanza más fundamental y esencial de nuestra fe y vida como cristianos bautizados. (Refiérase al Catecismo de la Iglesia Católica, # 234).

En este año de jubileo, el Santo Año de la Misericordia, se nos invita a reflexionar sobre la santísima Trinidad como el rostro del amor y la manifestación del poder y la permanencia de la misericordia divina que perdurará por siempre. La vida íntima de Dios—su trinidad—encierra una enseñanza muy importante sobre nosotros mismos, como pueblo amado incondicionalmente y llamado a amar a los demás de la misma forma incondicional.

En la segunda lectura del Domingo de la Santísima Trinidad, San Pablo nos dice que “esta esperanza no nos defrauda, porque Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado” (Rom 5:5). El amor derramado en nuestros corazones es, por supuesto, el amor que representa la naturaleza íntima de Dios. Se trata de la infinita misericordia que recibimos sin expectativa alguna de hacernos merecedores (ni de poder merecerla) a través de nuestras palabras o actos. La única respuesta esperada ante el amor libremente otorgado de Dios es que nos amemos a nosotros mismos y a los demás, como retribución.

Jesús es el amor misericordioso del Dios encarnado. Jesús representa aquello que estamos llamados a ser: hijos del Padre que dan testimonio de Su generoso amor. “El Padre me ha entregado todas las cosas, y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mt 11:27).

Los cristianos bautizados somos bendecidos porque Jesús nos ha elegido para revelarnos a nuestro Padre celestial. Mediante la vida, la muerte y la resurrección de Jesús sabemos quién es el Padre y cuánto nos ama. También sabemos que tenemos un representante divino—el Espíritu Santo—que siempre nos acompaña para guiarnos y enseñarnos a medida que seguimos el camino de Jesús en la jornada de nuestra vida de regreso al Padre misericordioso quien nos recibirá con brazos abiertos y amorosos.

La Trinidad es el misterio central de nuestra fe pero en verdad es un concepto muy sencillo. Dios es abundancia de amor. Dios encierra tanto amor que se expresa a través de una unidad que no se contiene en sí misma. El amor de Dios es trino pues representa un triple testimonio de la verdad de que el amor jamás se queda estancado ni aislado sino que siempre guarda relación con los demás. Dios crea porque no puede reprimirse. Perdona porque no puede resistir ver que alguien quede excluido del círculo en eterna expansión de su infinito amor.

En la lectura del Evangelio de este domingo el Señor resucitado reconoce las limitaciones de lo que nuestras mentes y corazones pueden absorber. “Aún tengo muchas cosas que decirles, pero ahora no las pueden sobrellevar” les dice a sus temerosos y acobardados discípulos. “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él los guiará a toda la verdad” (Jn 16:12-13). El Espíritu Santo nos ayuda a comprender, gradualmente con el tiempo, el misterio central de nuestra fe y nuestra vida: que Dios es amor y que hemos sido elegidos para proclamar su misterio a todo el mundo a través de nuestras palabras y acciones.

San Juan Pablo II nos enseñó que la misericordia es “el segundo nombre del amor” y que esta dura para siempre por el poder del Espíritu Santo “que alivia la carga de toda necesidad gracias a su inmensa capacidad de perdón.” El papa Benedicto XVI y el papa Francisco han seguido haciendo énfasis en la importancia de la divina misericordia para poder llegar a comprender quién es Dios y quiénes somos nosotros, hombres y mujeres hechos a imagen y semejanza de Dios. Si Dios es el rostro de la misericordia, nosotros también debemos serlo. De lo contrario, estamos distorsionando la imagen de Dios y seremos incapaces de dar fiel testimonio sobre Él.

En este domingo de la Santísima Trinidad, procuremos ver a Dios como realmente es: el amor incondicional que crea, redime y santifica todo lo visible y lo invisible. Y seamos misericordiosos los unos con los otros, al igual que el Dios Trino ha sido misericordioso con nosotros. †
 

Traducido por: Daniela Guanipa

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