September 30, 2005

Seeking the Face of the Lord

Las tragedias fuera de nuestro control nos recuerdan la necesidad de Dios

la tragedia del Huracán Katrina hace un mes y del Huracán Rita la semana pasada, sobrepasa los límites de la imaginación. La respuesta sincera de ayuda para las víctimas del huracán se hizo sentir ampliamente en todo el país y alrededor del mundo. Junto con el deseo de ayudar también había una sensación frustrante de impotencia que rayaba en la desesperación por la gente que sufrió tan profunda trasgresión en el ámbito personal. Es difícil asimilar que cientos de miles quedaron sin nada.

Creo que el horror de los huracanes Katrina y Rita, y los recuerdos que despierta el cuarto aniversario del 9-11, revolvieron algo en las profundidades del alma de nuestra nación. Al igual que las enfermedades físicas severas, considero que estas catástrofes despiertan una aversión profunda por aquello que no podemos controlar en la vida. Katrina y el 9-11 dejaron muy en claro que nosotros como nación y como familia humana, somos muy vulnerables a las fuerzas que se escapan de nuestro control. El sentido de vulnerabilidad frente a dichas fuerzas no es algo que la mayoría de las personas esté acostumbrada a experimentar en nuestra cultura. Una excepción a esto serían aquellos que viven en la impotencia impuesta por la pobreza, ya sea ésta una pobreza económica o física, o bien emocional.

En cierta forma, tal y como sucede con los huracanes o con los ataques terroristas, cuando experimentamos el peligro de una calamidad que se encuentra sencillamente fuera de nuestro control, deseamos reaccionar, en ocasiones con violencia. Pienso en una caricatura de editorial que mostraba tres camiones de remolque estacionándose en el área devastada por el huracán: uno de los remolques llevaba comida y agua, el otro, provisiones de primeros auxilios; el tercer remolque se llamaba “Culpa”.

Supongo que es un instinto natural, tan antiguo como la humanidad, el deseo de atacar, en este caso para hallar a un culpable en medio de circunstancias trágicas. A pesar de ello, no creo que haya sido yo el único decepcionado cuando el hallar un culpable se convirtió rápidamente en el tema principal ante las secuelas de Katrina. No hay duda de que en el caso de desastres de semejante magnitud, el estado de preparación necesario para responder deberá evaluarse constantemente y los problemas y fallas experimentadas deberán corregirse para eventualidades futuras.

Desviar la atención del verdadero espíritu de respuesta masiva y benéfica (y de la información necesaria), para ayudar a las víctimas desafortunadas del huracán, hacia un enfoque de “quién tiene la culpa de qué” no los beneficiaba en nada. Ni tampoco mostró nuestro mejor rostro como nación.

No creo que sea exagerado decir que las tragedias recientes pueden verse como un llamado a la conciencia en muchos aspectos. Ciertamente, al igual que con el 9-11, el devastador Huracán Katrina nos sirve a todos como recordatorio de que debemos estar atentos a los preparativos necesarios para prevenir desastres o responder ante ellos. También se nos recuerda que no siempre sabemos “el día ni la hora”.

Creo que estas tragedias también pueden servirnos espiritualmente. En una cultura que vive mayormente como si no necesitara a Dios, resulta útil que se nos recuerde que al final, a veces simplemente no tenemos control sobre lo que puede perjudicarnos. Quisiera pensar que Katrina puede hacer que reconozcamos nuestra necesidad de Dios de manera más consciente. Tal vez el espectro siniestro de los desastres naturales nos recuerde que “aquí no tenemos una ciudad (o un hogar) perpetua.” Eso es lo que verdaderamente miles de ciudadanos de Mississippi y Louisiana han experimentado trágicamente.

El sufrimiento nunca se aleja de nosotros. Si no se trata de nosotros mismos, conocemos a un ser querido que es víctima del cáncer o de alguna otra aflicción debilitante. Su lucha contra el sufrimiento nos lleva a ahondar en nuestra fe. El gran consuelo del que disponemos, si recurrimos a nuestra fe, es el hecho de que nuestro Señor y Salvador Jesucristo sufrió por nosotros y sufre con nosotros. Contamos con la bienaventurada alternativa de unir nuestros pesares y sufrimientos a los de él. Esto no hace desaparecer la aflicción, pero la hace un poco más llevadera, especialmente ante nuestra perspectiva renovada de que no existe una ciudad perpetua. En efecto, existe un reino en el que toda lágrima será enjugada. Existe un reino en el que no existirá terrorismo ni huracanes devastadores. Existe un reino donde no habrá gente sin un techo.

Rumbo a ese reino, caminamos con aquellos que no tienen hogar y aquellos que sufren por la violencia de cualquier tipo. Lo hacemos porque somos hermanos y hermanas por medio de Jesús. Lo hacemos porque se nos ha llamado a amar a nuestro prójimo. Peregrinamos hacia el reino en un mundo que es imperfecto ahora y también lo será en el futuro. Podemos realizar nuestro aporte para construirlo o no. Por la gracia de Dios podemos hacer nuestra parte para que sea mejor. †

 

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