August 24, 2018

Cristo, la piedra angular

Los esposos están llamados a vivir el gran misterio del matrimonio

Archbishop Charles C. Thompson

“El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás su propio cuerpo, sino que lo sustenta y lo cuida, así como también Cristo a la iglesia; porque somos miembros de su cuerpo. Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio, pero hablo con referencia a Cristo y a la iglesia”
(Ef 5:28-32).

Las lecturas de este domingo, el 21.ero del Tiempo Ordinario, nos presentan “declaraciones duras” que nos desafían a ver más allá de las nociones comunes y centrarnos en la esencia de la verdad de Dios.

La primera lectura, tomada del Libro de Josué (Jos 24: 1–2; 15–17; 18), nos recuerda que tenemos una elección fundamental: podemos entregar nuestras vidas al Señor o podemos entregarnos a otros dioses. Tal como sucede en la historia primitiva de Israel, nos enfrentamos a muchos ídolos falsos que pueden apoderarse de nuestras mentes y corazones, incluso aunque declaremos ser fieles a la forma de vida cristiana.

Toda vida obsesionada con el dinero, el poder político, el estatus social o la autogratificación sexual, es una vida fundamentalmente descarriada. Solamente la conversión, es decir, volver a Dios, puede devolver un alma obstinada al camino correcto.

En la segunda lectura, san Pablo nos desafía a ver el matrimonio bajo una luz totalmente distinta. Lejos de ser un mero contrato social o arreglo de vida conveniente para las parejas que cohabitan, el matrimonio cristiano es algo sagrado. Se trata de un sacramento que une a hombre y a una mujer de una forma que los convierte en «una sola carne» sin que esto los obligue a sacrificar en modo alguno su individualidad.

“Grande es este misterio,” nos dice san Pablo (Ef 5:32). Es posible únicamente porque somos miembros del cuerpo de Cristo, su Iglesia. Los esposos tienen el desafío de amar a sus esposas tal y como Cristo ama a su Iglesia. De la misma forma, las esposas están llamadas a respetar y a aceptar a sus esposos por reverencia a Cristo. Ninguno de los dos, ni esposo ni esposa, debe dominar al otro. Ambos están llamados a amar desinteresadamente y a entregarse de todo corazón por el bien del otro.

El Evangelio de este domingo (Jn 6:60–69) cita lo que dijeron los discípulos de Jesús: “Dura es esta declaración; ¿quién puede escucharla?” (Jn 6:60).

La declaración a la que se refiere el párrafo anterior proviene de la lectura de este domingo. Jesús responde ante la solicitud del pan terrenal diciendo: “Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Este es el pan que desciende del cielo, para que el que coma de él, no muera. Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo también daré por la vida del mundo es mi carne” (Jn 6:48-51).

Mediante el bautismo nos convertimos en uno solo con Cristo y somos entonces su carne y su sangre. Al recibir la eucaristía renovamos y fortalecemos nuestra conexión con Cristo. Cuando comemos su carne y bebemos su sangre entramos en una comunión con Cristo y con todos nuestros hermanos. “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6:54-55).

No es de sorprender que los discípulos consideraran que esta era una declaración dura. Algunos no pudieron aceptarla y volvieron a su antigua forma de vida. Pero otros, guiados por san Pedro, permanecieron fieles. “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” dice Simón Pedro. “Y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6: 68-69).

Todos somos una sola carne con Cristo, pero cuando un hombre y una mujer contraen matrimonio sacramental, participan en este gran misterio de una forma única y hermosa. El amor de los esposos hace posible que exista la familia (la Iglesia doméstica) y esta institución sagrada nutre, apoya y da vida a sus miembros, la Iglesia universal y la sociedad en general.

El misterio del matrimonio jamás debe subestimarse ni darse por sentado. Unirse y dar vida es la doble finalidad del sacramento del matrimonio. Ningún matrimonio logra cumplir perfectamente estos propósitos, pero dondequiera que Cristo esté presente su gracia basta para sanar cualquier carencia que exista y para bendecir a las parejas con amor.

“Porque nadie aborreció jamás su propio cuerpo, sino que lo sustenta y lo cuida, así como también Cristo a la iglesia. Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Ef 5:29, 31). †

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