May 18, 2018

Cristo, la piedra angular

Ven, Espíritu Santo, llena nuestros corazones en Pentecostés y más allá

Archbishop Charles C. Thompson

La Secuencia del Domingo de Pentecostés, “Veni, Sancte Spiritus,” completa nuestra celebración de la alegría de la Pascua al invocar a la tercera persona de la Santísima Trinidad para que acuda a nuestros corazones e inunde de luz nuestra oscuridad, consuele nuestra angustia, nos cure las enfermedades del alma, caliente nuestros corazones helados y nos llene de alegría eterna.

¿Cómo podemos esperar que el Espíritu Santo nos llene de “alegría eterna”?

Sabemos que nuestras vidas están llenas de dolor y desesperanza. Sabemos que incluso después de recibir la gracia salvadora de Dios y de habernos reconciliado con Él en el sacramento de la penitencia, pecaremos nuevamente. Sabemos que todos aquellos a quienes amamos y nosotros mismos, estamos destinados a sufrir y morir algún día. ¿Qué sentido tiene pedir la alegría eterna?

Nuestra fe es débil, ¿no es cierto? Hace tan solo seis semanas celebramos el asombroso milagro de nuestra salvación y la fuente verdadera de toda la alegría y de la esperanza humana. Creemos que el Señor ha resucitado, que ha vencido sobre el pecado y la muerte y que somos verdaderamente libres. Creemos esto y, sin embargo, tenemos nuestras dudas.

Confiamos en Jesucristo y, sin embargo, sucumbimos a la tristeza y a la desesperación. Este es justamente el motivo por el cual Dios nos envió su Espíritu Santo: para darnos valor en nuestra debilidad, preservarnos en nuestra fidelidad a su Palabra y, por supuesto, para llenarnos el corazón de alegría eterna.

El papa Benedicto XVI nos dijo en su mensaje de Pascua “Urbi et Orbi” (para la ciudad y para el mundo) de 2010: “La Pascua no consiste en magia alguna. De la misma manera que el pueblo hebreo se encontró con el desierto, más allá del Mar Rojo, así también la Iglesia, después de la Resurrección, se encuentra con los gozos y esperanzas, los dolores y angustias de la historia.”

La alegría y la esperanza no eliminan nuestro dolor y nuestras angustias; las transforman y las convierten en algo similar a la Pasión y muerte del Señor: una participación en la dolorosa peregrinación del sufrimiento humano hacia la alegría plena de la vida eterna.

En su mensaje pascual de este año, el papa Francisco dijo que la resurrección de Jesús brinda esperanza en un mundo “marcado por tantos actos de injusticia y violencia,” incluyendo aquellas partes de África que sufren por el “hambre, conflictos endémicos y el terrorismo.”

La Pascua “trae frutos de esperanza y dignidad donde hay miseria y exclusión, donde hay hambre y falta trabajo, a los prófugos y refugiados—tantas veces rechazados por la cultura actual del descarte—a las víctimas del narcotráfico, de la trata de personas y de las distintas formas de esclavitud de nuestro tiempo,” tal como lo expresa el papa.

Es por esto que la Pascua es la temporada de la esperanza. Nuestra esperanza no es un ideal, una forma de “hacerse ilusiones”; no es una cuestión política ni ideológica. Es el realismo cristiano enclavado en la persona de Jesucristo y en la historia de su vida, muerte y resurrección. La esperanza cristiana no es una ilusión. Tal como nos asegura la Carta a los Hebreos, “tenemos como firme y segura ancla del alma una esperanza que penetra hasta detrás de la cortina del santuario” (Heb 6:19).

En verdad estamos anclados a nuestro hogar celestial, independientemente de las tormentas que se presentan todos los días. Para los cristianos que nos encontramos en el camino hacia nuestro hogar celestial, las dificultades de la vida no se eliminan como por arte de magia, sino que se soportan con la confianza, la esperanza y, por supuesto, la alegría de Cristo Resucitado.

Por ello nos atrevemos a invocar al Espíritu Santo y a pedir la alegría eterna. Sabemos que necesitamos la ayuda de la gracia de Dios para enfrentar el dolor y el agotamiento de la vida cotidiana. Sabemos que necesitamos los siete dones del Espíritu (sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios) para que nos apuntalen en la travesía de la vida. Sabemos que, tal como nos recordó el papa Benedicto, “la Iglesia, después de la Resurrección, se encuentra con los gozos y esperanzas, los dolores y angustias de la historia.”

Esto fue especialmente cierto para los discípulos de Jesús. Muchos tuvieron que enfrentar crudas persecuciones y la muerte mientras cumplían con la enorme encomienda del Señor de ir por el mundo como misioneros para predicar el Evangelio y curar a los enfermos en el nombre de Jesús. No estuvieron exentos de sufrimiento y desesperanza, pero sirvieron al Señor con alegría por la facultad que les había conferido el Espíritu Santo y porque en sus corazones ardía el amor de Dios.

Cuando llegan los días oscuros, tanto en nuestras vidas personales como en nuestra vida colectiva como discípulos misioneros, debemos acudir al Espíritu Santo e invitarlo a que entre en nuestros corazones, tal como lo hizo con el corazón de María y de los discípulos en ese primer Pentecostés. Ven, Espíritu Santo, derrama luz en nuestra oscuridad, consuela nuestro desasosiego, sana las enfermedades de nuestra alma, infunde calidez a nuestros corazones helados y llénanos de la alegría eterna.

¿Acaso esto es demasiado pedir? Nuestra fe dice “¡No!” †

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