October 10, 2025

Cristo, la piedra angular

Honremos la dignidad de cada persona pues toda vida es sagrada

Archbishop Charles C. Thompson

La doctrina social católica se basa en el principio de que toda vida es sagrada ya que cada ser humano—hecho a imagen y semejanza de Dios—es único e irreemplazable, y es nuestra solemne responsabilidad, como individuos y como sociedad, proteger y defender toda vida humana desde la concepción hasta la muerte natural.

En “Paz y unidad: Reflexión pastoral” que se publicó el 28 de agosto, memorial de san Agustín, escribo:

Porque toda vida es sagrada, debemos respetar siempre la vida y la dignidad humanas. Por eso trabajamos para poner fin a las prácticas inhumanas del aborto, la eutanasia y todos los casos de lo que el papa san Juan Pablo II llamó “la cultura de la muerte.” Incluso la pena capital, tolerada en el pasado como medida disuasoria contra los delitos violentos y como medio de proteger a la sociedad en general, debe ser rechazada. De conformidad con las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), “la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona” (#2267).

La búsqueda de la paz y la unidad de nuestra sociedad exige que prestemos atención al efecto degradante de la pena de muerte en la sociedad. Aunque se trata de un tema controvertido, la privación de la vida, incluso por parte del Estado, perpetúa la cultura de la muerte que penetra en el tejido mismo de la conciencia humana.

En mi reflexión pastoral, planteo lo siguiente: “¿Cómo no van a verse afectadas por esta mácula de nuestro sistema penal las familias, tanto de las víctimas como de los autores de la violencia, así como las de los encargados de ejecutar la pena capital?” Siempre y en todo lugar, incluso en el corredor de la muerte, la dignidad inherente de la persona permanece. Basta pensar en las palabras de Jesús al ladrón que colgaba junto a él en la cruz y que pedía ser recordado: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23:43).

Como nos enseñan los documentos del Concilio Vaticano Segundo (cf. “Gaudium et Spes,” #27): El respeto a la persona humana supone respetar este principio: “Que cada uno [sin excepción] debe considerar al prójimo como ‘otro yo,’ cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente.” Ninguna legislación podría por sí misma hacer desaparecer los temores, los prejuicios, las actitudes de soberbia y de egoísmo que obstaculizan el establecimiento de sociedades verdaderamente fraternas. Estos comportamientos sólo cesan con la caridad que ve en cada hombre un “prójimo,” hermano. El deber de hacerse prójimo de los demás y de servirlos activamente se hace más acuciante todavía cuando éstos están más necesitados en cualquier sector de la vida humana. Jesús dijo: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25:40).

Este mismo deber se extiende a los que piensan y actúan diversamente de nosotros. Las enseñanzas de Cristo hacen un llamado a perdonar las ofensas, extendiendo así el mandamiento divino de amar al prójimo, incluso a los enemigos. “La liberación en el espíritu del Evangelio es incompatible con el odio al enemigo en cuanto persona, pero no con el odio al mal que hace en cuanto enemigo” (CIC, #1931-1933).

Tal como aclara “Paz y unidad: Reflexión pastoral”:

Una paz creíble y una unidad estable—basadas en los principios de acompañamiento, diálogo, dignidad, encuentro, respeto y solidaridad—exigen necesariamente la defensa de los derechos intrínsecos y la satisfacción de las necesidades humanas básicas. Hay ciertos derechos inalienables que deben respetarse, especialmente en lo que respecta a los pobres, los vulnerables y los marginados. Ninguna persona, familia o comunidad puede existir sin acceso a agua potable, alimentos nutritivos, vivienda adecuada, atención médica y medios de vida dignos.

No se trata de lujos ni de bienes negociables, sino de las necesidades esenciales de todo ser humano. Estos elementos básicos son imprescindibles para todas las personas, independientemente de su religión o etnia, ya sea en Gaza, Ucrania o cualquier otra región del mundo, incluidas las comunidades locales y los vecindarios.

Lo mismo ocurre con los presos y los que han sido detenidos únicamente por su condición de inmigrantes o refugiados. Las detenciones indiscriminadas, la reclusión injusta y el trato inhumano son moralmente inaceptables. 

Todos los pecados cometidos contra la dignidad de las personas, incluyendo tomar una vida humana, el abuso y el acoso sexual, la violación, el racismo, el sexismo, la teoría antimigratoria del nativismo y la homofobia, constituyen transgresiones a este principio fundamental. Tenemos la capacidad (y a veces es nuestra obligación) reprobar la conducta de algunas personas, pero jamás podemos denigrar, irrespetar o maltratar a otros sencillamente a causa de nuestras diferencias, independientemente de las circunstancias.

El papa León XIV ha afirmado el principio de que “los cristianos están llamados a construir puentes, no muros” (Papa Francisco). Ya sea en la política, en las relaciones raciales, en las crisis económicas, en las disputas familiares o de comunidades locales, seamos instrumentos de paz para encontrar un punto medio y participar en diálogos respetuosos.
 

(Para leer la reflexión pastoral del arzobispo Thompson en inglés y español, visite archindy.org/pastoral2025. En facebook.com/ArchdioceseofIndianapolis encontrará preguntas para el estudio de esta reflexión pastoral.)

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