January 11, 2019

El rostro de la misericordia / Daniel Conway

Abramos nuestros corazones a la luz verdadera: Jesucristo

“La noche está muy avanzada y se acerca el día. Abandonemos las obras propias de la noche y vistámonos con la armadura de la luz” (Rom 13:12).

El mes pasado el papa Francisco pronunció su mensaje anual, con motivo de la Navidad, ante los cardenales y superiores de la Curia Romana, la principal oficina administrativa de la Iglesia.

Empleando la alegoría de la luz y la oscuridad, el papa presentó sus reflexiones “sobre la luz que une la Navidad—es decir, la primera venida en humildad—a la Parusía—segunda venida en esplendor—y nos confirma en la esperanza que nunca defrauda.” Esta esperanza “nunca defrauda,” dice el Santo Padre. “Esa esperanza de la que depende la vida de cada uno de nosotros y toda la historia de la Iglesia y del mundo.”

La oscuridad busca opacar la luz que nos infunde esperanza, pero la luz de Cristo es más fuerte que la oscuridad del pecado y la muerte. Es por esto que la Iglesia “siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación” debe comprometerse con la penitencia y la renovación para “revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos” (“Lumen Gentium,” #8).

Tal como nos lo explica el papa Francisco: “Jesús, en realidad, nace en una situación sociopolítica y religiosa llena de tensión, agitación y oscuridad. Su nacimiento, por una parte esperado y por otra rechazado, resume la lógica divina que no se detiene ante el mal, sino que lo transforma radical y gradualmente en bien, y también la lógica maligna que transforma incluso el bien en mal para postrar a la humanidad en la desesperación y en la oscuridad.”

La “lógica maligna” es la forma de pensar que valora el interés en la propia persona por encima del amor a Dios y al prójimo. Es la lógica de las ideologías que colocan los deseos de unos pocos acaudalados por encima de las necesidades básicas de los pobres y los vulnerables. La luz de Cristo brilla en nuestra oscuridad cuando somos capaces de despojarnos de nuestro egoísmo y buscar la “lógica divina” que coloca el bien de los demás por encima de aquello que consideramos como lo mejor para nosotros mismos.

“Para el cristiano en general, y en particular para nosotros, el ser ungidos, consagrados por el Señor—señala el papa Francisco—no significa comportarnos como un grupo de personas privilegiadas que creen que tienen a Dios en el bolsillo, sino como personas que saben que son amadas por el Señor a pesar de ser pecadores e indignos.” La humildad es la virtud cristiana por excelencia porque al desechar nuestro orgullo aceptamos nuestra verdadera relación con Dios, con nuestros hermanos y hermanas, y con toda la creación divina.

“La Biblia y la historia de la Iglesia nos enseñan que muchas veces, incluso los elegidos, andando en el camino, empiezan a pensar, a creerse y a comportarse como dueños de la salvación y no como beneficiarios—apunta el Papa—como controladores de los misterios de Dios y no como humildes distribuidores, como aduaneros de Dios y no como servidores del rebaño que se les ha confiado.

“Muchas veces—por un celo excesivo y mal orientado—en lugar de seguir a Dios nos ponemos delante de él, como Pedro, que criticó al Maestro y mereció el reproche más severo que Cristo nunca dirigió a una persona: ‘¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!’ ” (Mc 8:33).

La oscuridad permea en nuestras mentes y corazones cuando estamos presos del egoísmo y el orgullo. La luz de Cristo puede transformar nuestros pensamientos y actitudes solamente si abrimos nuestros corazones y nos entregamos a la verdad sobre nosotros mismos y nuestra relación con Dios. Por ello, el papa Francisco advierte a los miembros de la Curia, y a todos nosotros, al decir: “la salvación de Dios, dada gratuitamente a toda la humanidad, a la Iglesia y en particular a nosotros, personas consagradas, no actúa sin nuestra voluntad, sin nuestra cooperación, sin nuestra libertad, sin nuestro esfuerzo diario. La salvación es un don, esto es verdad, pero un don que hay que acoger, custodiar y hacer fructificar” (cf. Mt 25,14-30).

“Para hacer resplandecer la luz de Cristo, todos tenemos el deber de combatir cualquier corrupción espiritual—que, en palabras del Papa—es peor que la caída de un pecador, porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya que “el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Co 11:14).

Tal como exhortó el Papa a los cardenales y miembros de la Curia Romana que lo ayudan a llevar adelante su ministerio como sucesor de San Pedro, el único camino para superar toda la maldad (tanto interior como exterior) que amenaza a nuestra Iglesia, es reconocer que somos “personas que saben que son amadas por el Señor a pesar de ser pecadores e indignos.”
 

(Daniel Conway es integrante del comité editorial de The Criterion.)

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