Cristo, la piedra angular
Refugiémonos en la Virgen, en su amor por nosotros
“Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.” (Lc 1:46-47)
Hace cuatro días, 8 de diciembre, celebramos la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen.
La doctrina del concepción sin pecado de María y que estuviera libre de la carga del pecado original que llevan todos los demás descendientes de Adán y Eva, es un poderoso testimonio de la misericordia de Dios y de su deseo de preservarnos de las consecuencias del pecado y la muerte.
La Inmaculada Concepción celebra el hecho de que María es única y diferente de todos nosotros, lo cual no la hace inalcanzable sino, al contrario, nos acerca a ella.
La cercanía de María a nosotros se pone de relieve en la solemnidad de hoy de la Virgen de Guadalupe. La historia de la milagrosa aparición de María en 1531 a san Juan Diego, un pobre indio del Tepeyac, una colina situada al noroeste de Ciudad de México, es conocida por muchos católicos del centro y el sur de Indiana.
María se identificó como Madre de Dios, pero también como madre de todos nosotros. Es más, a este pobre hombre se le apareció como una joven mestiza vestida como una princesa indígena. Le habló, no en español, sino en la lengua indígena de su propio pueblo y le aseguró que no era una extraña, sino que en realidad estaba tan cerca de él como su propia madre.
María dio instrucciones a Juan Diego para que el obispo local construyera una iglesia en el lugar de su aparición. Como prueba de quién era, la bella dama dejó una imagen de sí misma impresa milagrosamente en su tilma, una tela burda fabricada con cactus. En circunstancias normales, esa tela debería haberse deteriorado al cabo de 20 años, pero al día de hoy, casi 500 años después, no muestra signos de deterioro.
Cuando Juan Diego abrió su tilma en presencia del obispo, cayeron al suelo rosas castellanas que estaban fuera de temporada , y el obispo se arrodilló. En la tilma donde habían estado las rosas, había una imagen indeleble de María exactamente como se había aparecido en el cerro del Tepeyac.
En 1999, san Juan Pablo II, en su homilía pronunciada durante una misa solemne en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe durante su tercera visita al santuario, declaró la fecha del 12 de diciembre como Día Santo litúrgico para todo el continente americano. Durante la misma visita, el Santo Padre confió la causa de la vida a la amorosa protección de María y puso bajo su maternal cuidado las vidas inocentes de los niños, especialmente de aquellos que corren peligro de no nacer.
Celebramos esta gran fiesta en comunión con las diócesis de Estados Unidos, México y todas las Américas. En este día se nos recuerda que María, la Madre de Jesús y madre nuestra, está aquí y es una con nosotros en todos los momentos de nuestra vida. En los buenos tiempos, se alegra con nosotros; en los momentos difíciles, nos colma de compasión y comparte con nosotros el valor que demostró al pie de la cruz de su Hijo.
El hecho de que María aceptara libremente la voluntad de Dios para ella fue un poderoso instrumento de nuestra salvación en Cristo. La libre aceptación por parte de María de la voluntad de Dios para ella fue un poderoso instrumento de nuestra salvación en Cristo. El hecho de que se nos presente vestida con ropa indígena y hablando nuestra propia lengua es una señal de que su amor por nosotros es ilimitado y sin restricciones, ya que no es presa de la mezquindad divisoria del pecado. Permanece siempre cerca de nosotros, señalándonos el camino hacia su Divino Hijo y mostrándonos cómo estar unidos a él y entre nosotros.
Las palabras de María a san Juan Diego, hace casi 500 años, nos hablan hoy con fuerza:
¿No estoy aquí, yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa.
A medida que continuamos con las celebraciones de esta temporada santa del Adviento, dirijámonos a nuestra Santísima Madre y dejemos que nos guíe, nos cuide e interceda por nosotros. Y pidámosle a ella, que nació sin pecado, que nos muestre cómo podría ser la vida si renunciamos por completo a nuestro ego y egocentrismo, y a la negativa a aceptar la voluntad de Dios en nuestra vida cotidiana.
El Adviento es la época de la espera paciente; aprovechemos para pedirle a nuestra Madre amorosa que nos ayude con nuestra impaciencia. Unámonos a María para decirles a los mensajeros de Dios: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1:38). †