Cristo, la piedra angular
Pongamos nuestra confianza en Jesús, que vendrá de nuevo en gloria
Llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra de todo eso que ustedes están viendo. ¡Todo será destruido! (Lc 21:6)
La lectura del Evangelio del XXXIII domingo del tiempo ordinario (Lc 21:5-19) puede describirse como apocalíptica. El Templo de Jerusalén era el centro de la vida religiosa y socioeconómica de la comunidad judía. Para los judíos de la época de Jesús, sus palabras predecían un colapso total del mundo tal y como lo conocían, tanto en Jerusalén como en la diáspora.
Jesús era un judío devoto y no le agradaba la idea de que el Templo fuera destruido. Pero sabía que el resultado inevitable de su misión salvadora era que sobrevendría un cambio drástico ya que luego de su pasión, muerte y resurrección, el centro de la vida religiosa cambiaría.
Dios ya no se alojaría en un edificio de Jerusalén “adornado con piedras costosas y ofrendas votivas,” sino en la persona de Jesucristo y en su Iglesia, el Cuerpo de Cristo enviado por el Espíritu Santo hasta los confines de la Tierra. (Lk 21:5)
Naturalmente, la gente que escuchó esta advertencia apocalíptica quedó estupefacta y le preguntó: “Maestro, ¿cuándo sucederá todo esto? ¿Cómo sabremos que esas cosas están a punto de ocurrir?” (Lc 21:7). La respuesta de Jesús no puede considerarse reconfortante; les contestó:
Tengan cuidado, no se dejen engañar. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: “Yo soy” o “El momento ha llegado.” No les hagan caso. Cuando ustedes oigan noticias de guerras y revoluciones, no se asusten. Aunque todo eso ha de suceder primero, todavía no es inminente el fin. (Lc 21:8-9)
No sabemos ni el día ni la hora y aquel que intente decirnos que él es la Segunda Venida de Cristo, o que sabe exactamente cuándo será el fin de los tiempos, sufre de delirio. Solo Dios sabe lo que nos depara el futuro. Pueden ocurrir cosas terribles. “Se levantarán unas naciones contra otras, y unos reinos contra otros; por todas partes habrá grandes terremotos, hambres y epidemias, y en el cielo se verán señales formidables”
(Lc 21:10-11). Pero nuestra respuesta, como discípulos misioneros de Jesús, debe ser depositar nuestra confianza en él y discernir la voluntad de Dios para nosotros aquí y ahora.
La primera lectura de este domingo del profeta Malaquías es una advertencia a la que debemos prestar atención:
Porque está llegando el día, ardiente como un horno, en que todos los soberbios y todos los que actúan con maldad serán como paja. Ese día, que ya se acerca, los abrasará hasta que no quede de ellos ni rama ni raíz—dice el Señor del universo. Sin embargo, para ustedes, los que honran mi nombre, se levantará el sol de justicia trayendo curación en sus alas. Entonces saldrán saltando como los terneros del establo. (Mal 3:19-20)
Sí, ocurrirán cosas terribles; de hecho, están ocurriendo ya en muchos lugares del mundo. Pero nosotros, que tememos el nombre del Señor y que hemos sido bautizados en su muerte y resurrección, sabemos que Jesús, “el sol de justicia,” se levantará y que su poder sanador se extenderá a todos los confines de la Tierra.
Suena contradictorio decir que debemos esperar que las cosas empeoren bastante antes de que puedan mejorar, pero ¿acaso no es eso lo que nos dice nuestro Señor en el Evangelio del domingo? “Pero antes que todo eso suceda, a ustedes les echarán mano, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y los meterán en la cárcel. Por causa de mí los conducirán ante reyes y gobernadores” (Lc 21:12). El costo del discipulado es real. Debemos seguir Jesús en el camino de la cruz; debemos aprender a morir antes de poder vivir eternamente con él.
Pero incluso en estas desafiantes palabras de profecía hay una gran esperanza:
Hasta sus propios padres, hermanos, parientes y amigos los traicionarán; y a bastantes de ustedes les darán muerte. Todos los odiarán por causa de mí; pero ni un solo cabello de ustedes se perderá. Manténganse firmes y alcanzarán la vida. (Lc 21:16-19)
“Ni un solo cabello de ustedes se perderá,” nos dice nuestro Salvador. “Manténganse firmes y alcanzarán la vida” (Lc 21:18-19).
Si renunciamos a nuestro ego, a nuestros miedos y a nuestra necesidad de tener el control de nuestra vida y del mundo que nos rodea, no sufriremos ningún daño. Si nos perdemos en los brazos amorosos de Jesús, él garantizará no solo nuestra supervivencia sino nuestra experiencia de vida abundante en él y a través de él.
Al entrar en las últimas semanas del año litúrgico de la Iglesia y prepararnos para comenzar de nuevo el primer domingo de Adviento, pongamos toda nuestra confianza en Jesús, el “sol de justicia” resucitado, que nos ha prometido que volverá con gloria. †