Cristo, la piedra angular
Los santos: modelos de vida y esperanza
¡Alégrense y estén contentos, porque en el cielo tienen una gran recompensa! (Mt 5:12)
Mañana celebramos la solemnidad de Todos los Santos, el día en que todas las mujeres y hombres santos (vivos y difuntos) que han dado su vida para descubrir y cumplir la voluntad de Dios reciben el agradecimiento y la alabanza que les corresponden.
Los santos que veneramos mañana serían los primeros en decirnos que solo Dios es digno de nuestra alabanza y que, en el mejor de los casos, ellos tan solo reflejan su gloria, y es cierto: la luz que brilla en ellos es la luz de Cristo. Incluso la Virgen María sin pecado, a quien honramos como la primera y más gloriosa de todos los santos, es tan solo un espejo de la belleza y majestad de su Divino Hijo, Jesucristo.
Los santos son representaciones del Dios vivo: al imitar a Jesús en su vida cotidiana—nunca de manera perfecta, pero cada vez con mayor acierto gracias al poder del Espíritu Santo—estos hombres y mujeres tan diversos nos muestran con su ejemplo y sus enseñanzas cómo responder al llamado universal a la santidad que se extiende a todos los bautizados seguidores de Jesús.
Podemos llegar a ser santos viviendo las ocho bienaventuranzas que nos dio Cristo y que proclama con orgullo la lectura del Evangelio de la solemnidad de mañana (Mt 5:1-12). Jesús les dijo a sus discípulos (a todos nosotros):
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados serán cuando los injurien, los persigan y digan con mentira toda clase de mal contra ustedes por mi causa. ¡Alégrense y estén contentos, porque en el cielo tienen una gran recompensa! (Mt 5:3-12)
Así se llega a ser santo. Si hacemos estas cosas con constancia, humildad y generosidad, nuestra recompensa será grande en el cielo. Jesús lo dijo y él es el camino, la verdad y la vida.
Pero, por supuesto, cada una de las ocho bienaventuranzas va en contra de la corriente. Cada una nos reta a renunciar a nuestro ego, nuestro orgullo, nuestra autocompasión, nuestra sed de venganza y nuestro intenso deseo de contraatacar cuando nos insultan o nos tratan mal. Nos gusta la idea de la paz, pero no queremos tener que rendirnos para ganar. Sabemos que la vida es algo más que riqueza, fama y buena fortuna, pero también nos resistimos a las consecuencias prácticas de la pobreza, los prejuicios y el sufrimiento (mental, físico o emocional).
Jesús sabe que es difícil para nosotros vivir como él lo hizo; somos personas débiles y pecadoras, por lo que las virtudes heroicas no nos resultan fáciles. Por eso la Iglesia nos exhorta a mirar a todos los santos: los conocidos y los ocultos (los “santos de a pie”). Ninguno de ellos, excepto María, estaba libre de pecado, y algunos cometieron pecados graves antes de ver finalmente la luz de Cristo y entregarle sus vidas.
Como dice el dicho “todo santo tiene un pasado y todo pecador tiene un futuro.” La verdad de este dicho es lo que nos da esperanza. También nosotros podemos despojarnos del egoísmo y del pecado, y empezar a vivir como discípulos misioneros de Jesucristo. Somos peregrinos de la esperanza, lo que significa que sabemos que aún no hemos llegado a nuestro destino; estamos en camino, y como dice la frase: «Nos atribuimos el progreso espiritual, no la perfección».
La segunda lectura de mañana de la primera carta de San Juan (1 Jn 3:1-3) afirma esta verdad. Aún no hemos llegado, pero tenemos esperanza en nuestro Señor Jesucristo, que nos muestra el camino:
Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. El que tiene esta esperanza en él, se purifica, así como él es puro. (1 Jn 3:2-3).
Demos gracias y alabemos a Dios por todos los hombres, mujeres y niños que reflejan la luz de Cristo en las tinieblas de nuestro mundo. Que su luz brille en nosotros mientras caminamos juntos siguiendo los pasos de tantos otros en la Comunión de Todos los Santos. †