Cristo, la piedra angular
La humildad nos eleva y nos libera
Les digo que este recaudador de impuestos volvió a casa con sus pecados perdonados; el fariseo, en cambio, no. Porque Dios humillará a quien se ensalce a sí mismo; pero ensalzará a quien se humille a sí mismo. (Lc 18:14)
La lectura del Evangelio del XXX domingo del tiempo ordinario (Lc 18:9-14) incluye una parábola que encierra gran sabiduría. San Lucas nos dice que “a unos que alardeaban de su propia rectitud y despreciaban a todos los demás, Jesús les contó esta parábola” (Lc 18:9). Hoy en día, su público bien podría ser aquellos que utilizan las redes sociales para afirmar sus opiniones infalibles y denunciar a cualquiera que discrepe de ellas:
Dos hombres fueron al Templo a orar. Uno de ellos era un fariseo, y el otro un recaudador de impuestos. El fariseo, plantado en primera fila, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque yo no soy como los demás: ladrones, malvados y adúlteros. Tampoco soy como ese recaudador de impuestos. Ayuno dos veces por semana y pago al Templo la décima parte de todas mis ganancias.” En cambio, el recaudador de impuestos, que se mantenía a distancia, ni siquiera se atrevía a levantar la vista del suelo, sino que se golpeaba el pecho y decía: “¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador” (Lc 18:10-13).
Jesús cuenta la historia de dos personas diferentes: un orgulloso líder religioso y un despreciado marginado social que van al templo a rezar. Uno se cree más que los demás; el otro reconoce su indignidad y busca el perdón de Dios. ¿Cuál encontró el favor de Dios? ¿Cuál salió del templo “ensalzado” por la mano de Dios? ¿Quién se fue engreído de sí mismo, pero no mejor a los ojos de Dios?
Hemos oído esta parábola tantas veces que conocemos la respuesta. Por supuesto, fue el recaudador de impuestos quien se ganó los elogios de Jesús por su franqueza, su humildad y su deseo de la misericordia de Dios. Y fue el fariseo cuya arrogancia le impidió aceptar humildemente la gracia de Dios.
Pero no nos apresuremos a juzgar. Al fin y al cabo, hay algo de recaudador de impuestos y de fariseo en cada uno de nosotros. Todos somos pecadores cegados por nuestro propio ego; todos tendemos a compararnos favorablemente con personas que parecen ser peores pecadores que nosotros. Y, sin embargo, en el fondo todos sabemos que debemos arrodillarnos y rezar humildemente: “¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador.”
En la primera lectura del Libro del Eclesiástico, encontramos lo siguiente:
Porque el Señor es juez, y para él el prestigio de las personas no cuenta. No hace acepción de personas en perjuicio del pobre y escucha la oración del oprimido. No desdeña la súplica del huérfano, ni el lamento de la viuda. Quien sirve de buena gana, es bien aceptado, y su plegaria sube hasta las nubes. La oración del humilde atraviesa las nubes; hasta que no llega a su término, él no se consuela. No desiste hasta que el Altísimo le atiende, juzga a los justos y les hace justicia. (Si 35:12-14, 16-18).
Dios sabe quiénes somos; no tiene predilectos; nos ama a cada uno tal como somos. Pero también es cierto que el Señor nos desafía a ser mejores de lo que somos, a vaciarnos de falsos orgullos y pretensiones y a dejar que la gracia de Dios nos llene de santidad y amor.
En la segunda lectura del domingo (2 Tm 4:6-8, 16-18), san Pablo da testimonio personal del poder de Dios para cambiarnos de pecadores movidos por el ego a discípulos misioneros que nos entregamos desinteresadamente y nos vestimos de Jesucristo, que vino a servir, no a ser servido.
Por tanto, Mi vida está a punto de ser ofrecida en sacrificio; la hora de mi muerte está al caer. He luchado con valor, he corrido hasta llegar a la meta, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de justicia, que en aquel día me dará el Señor, el juez justo; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida (2 Tm 4:6-8).
San Pablo no presume de sus propios logros, sino que alaba a Dios por lo que el Señor ha podido hacer a través de él. Al leer sus palabras, debemos recordar que se trata del mismo hombre que una vez persiguió a los seguidores de Jesús y que, por la gracia del Señor, se vio obligado a caer de rodillas y suplicar la misericordia de Dios.
Cada uno de nosotros está llamado a despojarse de su propia arrogancia y a asumir el tipo de humildad que nos permite cambiar y crecer como discípulos misioneros de Jesucristo. Pidamos a Dios que nos ayude a pedir su misericordia hoy y siempre. †