Cristo, la piedra angular
Dos mandamientos, un amor abnegado
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu inteligencia; y a tu prójimo como a ti mismo (Lc 10:27).
La lectura del Evangelio del XV domingo del tiempo ordinario (Lc 10:25-37) incluye la parábola conocida del Buen Samaritano. Jesús narra este poderoso relato para ilustrar su respuesta a la pregunta que le planteó un erudito en leyes: “¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?” (Lc 10:25)
La respuesta simple y directa que da Jesús es “amar.” Para obtener la alegría del cielo, debemos amar a Dios por completo, con cada fibra de nuestro ser, y debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, lo que significa desinteresadamente, con un amor abnegado.
Pero ¿qué quiere decir Jesús cuando nos dice que amemos? Como sabemos muy bien, la palabra “amor” tiene muchos significados; ¿cómo saber cuál debemos aplicar a los dos grandes mandamientos que nos ha dado nuestro Señor?
San Lucas nos dice que el erudito que confrontó a Jesús con esta pregunta sobre la herencia de la vida eterna estuvo de acuerdo con la respuesta del Señor quien sabía que, al proponer estos dos grandes mandamientos, había resumido brillantemente la enseñanza del Antiguo Testamento. La respuesta correcta, aunque algo condescendiente, del erudito, fue: “Has respondido correctamente. Haz eso y vivirás” (Lc 10:28).
Pero entonces el erudito pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?” (Lc 10,29) Quiere que Jesús defina quién es su prójimo: ¿es alguien como él? ¿O acaso el prójimo puede ser alguien ajeno a su círculo íntimo, un extraño? San Lucas nos dice que el jurista intenta “justificar su pregunta” (Lc 10:29) y asegurarse de que su interpretación sea correcta. La respuesta a esta pregunta es importante para él; quiere saber quién es su prójimo porque quiere heredar la vida eterna.
La Parábola del Buen Samaritano responde ambas interrogantes: ¿Qué es el amor? Y ¿quién es el prójimo?
La definición clásica del amor cristiano es “querer el bien del otro incluso a costa de nuestras propias necesidades y deseos.”
La parábola del Buen Samaritano nos muestra cómo es este tipo de amor abnegado. Mientras que las dos personas tradicionalmente justas de la historia—un sacerdote y un levita—ignoran al hombre salvajemente golpeado y tirado en el camino, un samaritano, que es un extranjero despreciado, se conmueve, le cura las heridas y se esfuerza por ayudarlo pagándole la comida y el alojamiento en una posada cercana. Jesús nos dice que esto es lo que él entiende por amor: entrega generosa sin importar los inconvenientes o el costo.
Y como el que ayuda al herido es un extranjero—de hecho un enemigo del pueblo judío—nuestro Señor nos dice que nuestro prójimo es todo aquel que nos encontremos día tras día, pero especialmente los pobres y vulnerables entre nosotros. Desde la perspectiva de Jesús, nuestro “prójimo” no puede limitarse a nuestra propia raza, género, clase social, inclinación política o cualquier otra categoría restrictiva. Todo el mundo es nuestro prójimo. Todos.
En consecuencia, “amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos” significa hacer lo que hace el samaritano en esta parábola: significa compasión hacia los demás, incluso hacia los extraños y los enemigos; significa esforzarnos por ayudar a alguien que lo necesita; significa compartir nuestros dones: tiempo, talento y tesoro. Y, sobre todo, significa dejar de lado nuestros propios deseos y anhelos para concentrarnos en lo que es bueno para los demás.
Jesús deja claro que los dos mandamientos—amar a Dios por encima de todo y al prójimo como a uno mismo—están íntimamente relacionados entre sí. Nuestro prójimo es digno de amor porque está hecho a imagen y semejanza de Dios, igual que nosotros. No podemos amar a Dios y, al mismo tiempo, despreciar o ser indiferentes hacia alguien que está hecho a imagen de Dios. Nuestro respeto por la dignidad de todos los seres humanos emana directamente de nuestra reverencia a Dios Todopoderoso. Nuestro amor al Dios Trino (Padre, Hijo y Espíritu Santo) implica participar en su Amor Divino, que es la fuente y el poder que sustenta toda la creación de Dios.
Cuando amamos sin egoísmo, nos parecemos más al Dios a cuya imagen fuimos creados. Y cuando reconocemos y respetamos el hecho de que toda persona que encontramos es nuestro prójimo, podemos obedecer los dos grandes mandamientos que Jesús nos ha dado como requisito para alcanzar la vida eterna con él.
Conforme continúa la temporada litúrgica del tiempo ordinario, interioricemos las enseñanzas y el ejemplo de Jesús, el Buen Samaritano que se sacrificó por nosotros y que nos pide que hagamos lo mismo por el prójimo. †