Cristo, la piedra angular
Dejemos que Cristo nos inspire para hacer ‘grandes cosas’ a través de él
Este domingo celebramos la solemnidad de san Pedro y san Pablo, dos grandes santos que se transformaron completamente a partir de sus encuentros con la persona de Jesucristo. Como discípulos misioneros de Jesús, el Señor los rescató de duras pruebas.
La primera lectura de este domingo (Hch 12:1-11) nos cuenta que la oración de la Iglesia fue decisiva para ayudar a san Pedro a escapar milagrosamente de las manos asesinas del rey Herodes:
Una vez capturado, [Herodes] encomendó su custodia a cuatro piquetes, compuesto cada uno por cuatro soldados, con el propósito de juzgarlo públicamente después de la Pascua. Mientras Pedro permanecía bajo custodia en la cárcel, la Iglesia rogaba fervientemente a Dios por él. (Hch 12:4-5)
San Pedro era un hombre corriente, un pescador galileo, que fue elegido por Cristo para servir como cabeza de su Iglesia. Nada en su formación o experiencia sugería que fuera capaz de ejercer el liderazgo de un movimiento espiritual destinado a cambiar el mundo, pero Dios trabaja con seres humanos imperfectos para transformarlos.
San Pedro no dudó de que fue un ángel quien lo liberó de las cadenas que le ataban. Sabía que la gracia de Cristo supera todos los obstáculos—internos y externos—que nos impedirían llevar a cabo nuestra labor como sus discípulos misioneros. En efecto, el apoyo en la oración de los demás nos fortalece y nos ayuda a proclamar con valentía la muerte y la resurrección de Cristo.
En la segunda lectura de este domingo (2 Tm 4:6-8,17-18), san Pablo escribe:
Mi vida está a punto de ser ofrecida en sacrificio; la hora de mi muerte está al caer. He luchado con valor, he corrido hasta llegar a la meta, he conservado la fe. Sólo me queda recibir la corona correspondiente a mi rectitud, que el Señor, justo juez, me entregará el día del juicio. Y no sólo a mí, sino a todos los que esperan con amor su manifestación. (2 Tm 4:6-8)
San Pablo sabía que no había llegado a este punto por sus propios medios, así que cuando parece elogiarse a sí mismo, lo que en realidad está diciendo es que por la gracia de Dios, y con la ayuda de “todos los que esperan con amor su manifestación,” se han realizado en él grandes cosas que de otro modo nunca habrían sido posibles.
San Pablo era un líder religioso con dones y buena educación, pero antes de encontrarse con Jesús en el camino de Damasco, toda su habilidad y su fervor religioso se dedicaban a la destrucción. Se podría decir que prácticamente avanzaba en la senda equivocada hasta que el Señor cambió su vida y lo transformó en un fiel discípulo misionero.
Dios nos encuentra allí “donde estamos” y, por el poder de su gracia, nos transforma. Nada de lo que hagamos en nombre de Jesús puede lograrse por nuestros propios medios; somos vasijas de barro (2 Cor 4:7-10), seres humanos frágiles que poseemos un tesoro precioso, la Buena Noticia de que hemos sido rescatados por Jesucristo.
Una de las características más impactantes del ministerio de Jesús es que involucraba todos los aspectos de la persona humana. Jesús era un hombre de oración que enseñaba y que curaba; su ministerio abordaba lo que llamamos las dimensiones física, mental y emocional de la vida humana. Jesús era capaz de sanar las enfermedades del alma que afectaban a tantas personas de su época al expulsar demonios, brindar esperanza a los desesperados y ofrecer consuelo a quienes se sentían afligidos.
San Pedro y san Pablo obraron milagros en nombre de Jesús no por sus propias capacidades; sino que fueron instrumentos de la providencia de Dios. Su fe era fuerte, dejaron que el Espíritu Santo actuara a través de ellos y los resultados fueron increíbles. Las mentes cerradas se abrieron, los corazones de piedra se convirtieron en corazones palpitantes, quienes se sentían solos y ansiosos hallaron consuelo y esperanza, y los paralíticos “¡saltaron y empezaron a andar!”
Como misionero, el entonces obispo Robert F. Prevost (el papa León XIV) no estaba ansioso por dejar su trabajo en Perú y convertirse en funcionario del Vaticano. Sin embargo, su experiencia misionera era exactamente lo que el papa Francisco habría querido en la persona que supervisaría la selección de obispos de toda la Iglesia universal. “Me llamó,” afirmó el futuro Papa “porque quería un misionero.”
Ahora, llamado por el Espíritu Santo, el papa León ha aceptado con valentía el reto lanzado tanto a Pedro como a Pablo: ser discípulo misionero de Jesús y ejercer el liderazgo y el servicio en su santo nombre.
Al celebrar este domingo la solemnidad de san Pedro y san Pablo, digamos “sí” a nuestro propio llamado bautismal al discipulado misionero. Que el Espíritu Santo nos inspire la fidelidad y el celo de estos dos grandes Apóstoles. †