June 13, 2025

Cristo, la piedra angular

El Espíritu Santo es el amor de Dios en nosotros

Archbishop Charles C. Thompson

El domingo pasado celebramos Pentecostés, el día en que Dios Padre y su Hijo unigénito enviaron al Espíritu Santo para encender en los corazones humanos la llama del amor divino.

Aunque a menudo revivimos este momento de gracia—especialmente cuando celebramos los sacramentos del Bautismo, la Eucaristía y el Orden—hay algo “único y definitivo” que caracteriza al Domingo de Pentecostés.

En este día, el don del Espíritu Santo dio origen a la Iglesia y cambió el curso de la historia de la humanidad y del mundo tal como lo conocemos; el amor de Dios, que se encarnó en la persona de Jesucristo, se entregó a toda la humanidad mediante la presencia y el poder del Espíritu Santo.

Hay muchos carismas, o dones, asociados al Espíritu Santo, pero el que parece más sorprendente e improbable es el don de la unidad. Nada es más palpable en nuestro mundo, y en nuestras relaciones interpersonales—en nuestros hogares y familias, barrios y naciones—que nuestra evidente desunión.

Somos un pueblo dividido, siempre en desacuerdo y a menudo incapaz de entenderse. El don del Espíritu Santo aporta unidad y armonía en un mundo dividido y discordante. Gracias a él podemos comunicarnos utilizando el lenguaje universal del amor divino y escuchar en verdad lo que nos dicen nuestros hermanos y hermanas.

En la primera lectura del domingo de Pentecostés (Hch 2:1-11), conocimos el milagro que obró el Espíritu Santo después de que el amor de Dios se derramara en los corazones de los Apóstoles:

En aquel tiempo vivían en Jerusalén judíos piadosos, que venían de todas las naciones conocidas. Al escucharse aquel estruendo, la multitud se juntó, y se veían confundidos porque los oían hablar en su propia lengua. Estaban atónitos y maravillados, y decían: «Fíjense: ¿acaso no son galileos todos estos que están hablando? ¿Cómo es que los oímos hablar en nuestra lengua materna? Aquí hay partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia. Están los de Frigia y Panfilia, los de Egipto y los de las regiones de África que están más allá de Cirene. También están los romanos que viven aquí, tanto judíos como prosélitos, y cretenses y árabes, ¡y todos los escuchamos hablar en nuestra lengua acerca de las maravillas de Dios! (Hch 2:5-11)

¿Cómo es posible que personas de culturas diversas, que hablaban lenguas diferentes, pudieran entender lo que les decían unos pescadores incultos de Galilea? ¿Quién o qué pudo abrir sus corazones a la verdad sobre Jesús de Nazaret, crucificado, resucitado de entre los muertos y ahora ascendido al cielo? Únicamente el amor de Dios puede penetrar en las mentes cerradas a la verdad; solo el amor divino puede ablandar los corazones endurecidos por las mentiras del inicuo y la frialdad y crueldad del mundo.

Aquel día de la historia de nuestra salvación, la obra de la evangelización se hizo posible. El fuego del amor de Dios descendió sobre los tímidos e inarticulados seguidores de Cristo y los convirtió en discípulos misioneros audaces y persuasivos. Hablaban el idioma del amor y se jugaron la vida como evangelizadores llenos del Espíritu y mártires que con valentía daban testimonio de su fe.

El Evangelio del domingo de Pentecostés deja claro que fue Jesús resucitado, en unión con su Padre celestial, quien concedió a sus temerosos discípulos este don:

Aquel mismo primer día de la semana, al anochecer, estaban reunidos los discípulos en una casa, con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos. Se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo:

—La paz esté con ustedes. Dicho lo cual les enseñó las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús volvió a decirles:

—La paz esté con ustedes. Como el Padre me envió a mí, así los envío yo a ustedes. Sopló entonces sobre ellos y les dijo:

—Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados; a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar. (Jn 20:19-23)

La paz que da Jesús no es en absoluto pasiva ni débil; su paz arde como un fuego impetuoso y convierte a todos los que lo reciben en personas valientes, seguras y convencidas. Nos permite decir y hacer cosas que nos serían imposibles por nuestras propias fuerzas.

Este domingo celebraremos la solemnidad de la Santísima Trinidad y mientras nos preparamos para dar gracias y alabar el misterio de la trinidad de Dios, pidamos al Espíritu Santo que llene nuestros corazones con el fuego del amor divino para que seamos fieles discípulos misioneros que llevan el mensaje de la muerte redentora y la resurrección de Cristo hasta los confines de la Tierra. †

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