Cristo, la piedra angular
Para conocer la alegría de la Pascua, primero cargue su cruz
Este domingo celebramos el Domingo de Ramos de la Pasión del Señor, un día de paradójica alegría y tristeza. Con esta celebración se inaugura la Semana Santa, la más solemne del calendario litúrgico, que culmina en la Pascua, el día más alegre del año eclesiástico.
En el Domingo de Ramos, nuestra alegría no proviene de la entrada triunfal del Señor en Jerusalén. Sabemos que estos gritos de “Hosanna” no durarán ni una semana. Y nuestra tristeza no proviene solamente de su sufrimiento y muerte, sino también del hecho de que nosotros, como los primeros discípulos, lo hemos traicionado y abandonado muchas veces.
El padre dominico Sebastián White, editor de Magnificat, escribe:
La liturgia del Domingo de Ramos tiene la particularidad de ofrecernos dos pasajes del Evangelio: uno al principio, para la bendición de las palmas, y otro en el momento habitual de las lecturas. Creo que precisamente al vincular tan estrechamente la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén con su sufrimiento y muerte unos días después, surgen las lecciones especiales del Domingo de Ramos (Magnificat, Vol. 27, #2).
La lección del Domingo de Ramos es que la única manera de experimentar la alegría eterna de la Pascua es cargar con nuestras cruces y seguir a Jesús. Y la única manera de lograr la verdadera muerte del ser es obedecer la voluntad de Dios, nuestro Padre.
La tristeza y la alegría se unieron cuando el Hijo de Dios “se despojó de sí mismo y tomó la forma de esclavo. Por lo que Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2:7-11).
Jesús, que es infinitamente más grande que nosotros, se hizo uno con nosotros. Él, que nunca pecó, “se hizo pecado” y tomó sobre sí la culpa, la vergüenza y la tristeza que solo nos pertenecen a nosotros. “Ofrecí Mi espalda a los que me herían, y Mis mejillas a los que me arrancaban la barba”—dice el profeta Isaías sobre el siervo sufriente (una imagen profética Jesús)—“no escondí Mi rostro de injurias y salivazos” (Is 50:6).
El sufrimiento y la muerte que vivió nuestro Salvador Jesucristo condujeron directamente a su Resurrección. Por eso, el Domingo de Ramos nuestra alegría se mezcla con la tristeza, y nuestra esperanza se tiñe de desesperación. Sabemos que hemos sido redimidos, pero también sabemos que fue a causa de nuestros pecados, herencia de una humanidad en decadencia, que requirió el sacrificio de nuestro Señor. Nos alegraremos mucho el Domingo de Resurrección, pero antes debemos compartir la pasión de Cristo y, en la medida de nuestras posibilidades, expiar nuestros pecados.
Por supuesto, como discípulos misioneros de Jesucristo, sabemos que el triunfo del Señor sobre el pecado y la muerte es absoluto. Sea cual sea la tristeza que sintamos ahora, la alegría de la Pascua lo superará. Podemos tener la tentación de sentir que Dios nos ha abandonado, al igual que Jesús estuvo tentado, brevemente, en la cruz (Sal 22:2) pero “la esperanza no desilusiona” (Rom 5:5) y, al final, la alegría de la Resurrección de Cristo supera toda emoción humana negativa.
Como dice el padre Sebastián en el número de Magnificat antes citado:
Cuando experimentamos altibajos en la vida, o cuando de repente nos cae encima una gran cruz, no es señal de que Dios se haya olvidado de nosotros o de que su plan para nosotros haya fracasado. Así como el corto viaje de Jesús desde una bienvenida real hasta una muerte ignominiosa fue parte del plan divino para la redención del mundo, las vicisitudes de nuestra propia vida se encajan perfectamente dentro de la amorosa providencia de Dios.
Nos alegramos el Domingo de Ramos porque sabemos que nuestra tristeza, que es real, no durará. Si compartimos el sufrimiento del Señor y le seguimos por el camino de la cruz, nuestro dolor se transformará, gracias a un amor más fuerte que la muerte, en una alegría que satisfará todos nuestros deseos.
En el huerto de Getsemaní, Jesús sufrió la agonía más intensa y, como resultado, su humanidad clamó por ser aliviada del dolor y la pena que sabía que vendrían: “Padre, si es Tu voluntad, aparta de Mí esta copa; pero no se haga Mi voluntad, sino la Tuya” (Lc 21:42).
La voluntad de Dios, no la nuestra, supera toda tristeza y trae la alegría eterna. Este Domingo de Ramos, pidamos la gracia de poder decir “sí” a la voluntad de Dios, vaciarnos de todo egoísmo y pecado, y seguir a Jesús por el camino de la alegría. †