March 28, 2025

Cristo, la piedra angular

Como nuestro padre misericordioso que es, Dios nos perdona y nos acoge en casa

Archbishop Charles C. Thompson

La lectura del Evangelio del cuarto domingo de la Cuaresma (Lc 15:1-3,11-32), narra la historia del Hijo Pródigo. Se trata de una parábola rica en significado que a menudo nos recuerda a nosotros mismos cuando la oímos: unas veces como el hermano menor que malgastó su herencia en una vida disoluta, otras como el hermano mayor resentido, y ocasionalmente como el padre amoroso cuyo amor y perdón hacia sus dos hijos es una poderosa imagen de la abundante misericordia de Dios.

El Hijo Pródigo ilustra que ningún pecado es tan grande que no pueda ser perdonado. ¿En verdad es esto cierto? Por supuesto que hay pecados mortales graves y crímenes incalificables cometidos por personas que han perdido todo sentido de la humanidad. Los pecados contra los niños, incluidos los abusos sexuales, el aborto y los traumas emocionales infligidos por la pobreza, la guerra y la injusticia, son especialmente difíciles de perdonar.

Y, sin embargo, nuestro Señor perdonó a sus enemigos. Fue misericordioso con los que cometieron el pecado más grave al clavar a Su único Hijo en una cruz y condenarlo a una muerte horrible y humillante. Si Jesús puede perdonar a sus asesinos, seguramente nosotros podemos armarnos de valor para hacer lo mismo con quienes cometen graves actos de violencia e inhumanidad contra nosotros.

En su autobiografía Esperanza, el papa Francisco escribe:

El Evangelio se dirige a todos y no condena a personas, clases, condiciones o categorías, sino idolatrías, como la del dinero, que produce injusticia y falta de sensibilidad ante el clamor de los que sufren. … El santo pueblo fiel de Dios son (pecadores). (La Iglesia) no es una supuesta reunión de almas puras. El Señor bendice a todos, y su Iglesia no debe, no puede hacer otra cosa.

Al comienzo de su pontificado, un periodista pidió al Santo Padre que describiera quién es. Sin dudarlo, respondió: “Soy un pecador.” No se trataba simplemente de una declaración piadosa ni tampoco pretendía parecer humilde. Fue una admisión honesta de quién es él, y quiénes somos todos, como hijos de Adán y Eva cuyas vidas han sido distorsionadas por la realidad del pecado y el mal en nuestro mundo y en nosotros mismos.

La Iglesia es para todos, escribe el papa Francisco, “especialmente para los pobres pecadores, empezando por mí.” Para ilustrar esta afirmación, cita una oración del papa Juan Pablo I: “Señor, tómame como soy, con mis defectos, con mis carencias, pero haz que me convierta en lo que tú quieres que sea.”

Este es el sentido de la parábola del Hijo Pródigo: No importa quiénes seamos o lo que hayamos hecho, si nos arrepentimos y volvemos a Él, nuestro amoroso Padre nos perdonará y nos permitirá convertirnos en las personas que Él quiere que seamos.

El padre misericordioso de la parábola de Jesús no aprueba las acciones ni las actitudes de ninguno de sus hijos. Sin duda, quiere que ambos cambien y se conviertan en mejores hombres, pero no los condena. Abre los brazos para acogerlos y compartir con ellos todo lo que posee.

“Hijo mío, tú siempre has estado conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc 15:31), le dice el padre a su hijo mayor que es presa de la amargura. “Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este, tu hermano, estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15:32). Este es el camino de Dios: rescatarnos cuando nos hemos extraviado y celebrar y alegrarnos cuando volvemos a casa.

La segunda lectura del cuarto domingo de Cuaresma (2 Cor 5:17-21) subraya que todos estamos llamados a reconciliarnos con Dios por medio de Cristo. Como dice san Pablo a los corintios (y a nosotros):

De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, ahora han sido hechas nuevas. Y todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió con Él mismo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; es decir, que Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo con Él mismo, no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones, y nos ha encomendado a nosotros la palabra de la reconciliación. (2 Cor 5:17-19).

Dios no cuenta nuestras ofensas ni nos las echa en cara. Independientemente de quiénes seamos o de lo que hayamos hecho, se nos insta, en nombre de Cristo, a reconciliarnos con Dios. Y lo que es aún más sorprendente, se nos invita a convertirnos en embajadores de Cristo, a representarle y a ser sus testigos ante el mundo.

Mientras proseguimos con nuestro camino cuaresmal, oremos: “Padre, he pecado contra el cielo y ante ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo” (Lc 15:18-19). Cada vez que recemos esta oración con auténtica humildad, nos sorprenderá la respuesta de Dios: “Traigan el becerro engordado, mátenlo, y comamos y regocijémonos; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado!” (Lc 15:23-24) †

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