Cristo, la piedra angular
Unámonos en el recorrido de la Sagrada Familia del dolor a la alegría
María y José llevan al Templo a su primogénito que, de acuerdo con la ley, debía ser redimido o “devuelto” mediante el sacrificio prescrito. Treinta y tres años más tarde, Jesús mismo será el sacrificio que se ofrecerá en nuestro nombre, para nuestra redención. (Magnificat, Vol. 26, #12, febrero de 2025)
El domingo 2 de febrero nuestra Iglesia celebra la fiesta de la Presentación del Señor. Esta fiesta también se conoce como el Día de la Candelaria, por la bendición de las velas que se realiza antes de que comience la misa.
La ceremonia de bendición incluye este hermoso discurso introductorio del oficiante, que resume el significado de esta gran fiesta:
Han pasado cuarenta días desde que celebramos la alegre fiesta de la Natividad del Señor. Hoy es el día en que María y José presentaron a Jesús en el Templo. Para el mundo, estaba obedeciendo la ley, pero en realidad venía al encuentro de su pueblo creyente. Impulsados por el Espíritu Santo, Simeón y Ana acudieron al Templo. Iluminados por el mismo Espíritu, reconocieron al Señor y lo confesaron con exultación. Así también nosotros, reunidos por el Espíritu Santo, vayamos a la casa de Dios para encontrarnos con Cristo. Allí lo encontraremos y lo reconoceremos al partir el pan, hasta que vuelva con gloria.
La historia narrada en el evangelio de san Lucas (Lc 2:22-40) está llena de ricas imágenes y significados ocultos que salen a la luz por la gracia de Dios. Es un relato de la Sagrada Familia, y demuestra cómo su obediencia a la ley pone en marcha la transformación radical del sacrificio que constituye el núcleo del culto cristiano.
Jesús no necesitaba ser redimido o “devuelto” a Dios mediante el ritual prescrito de un par de tórtolas o dos pichones de paloma. Jesús es Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, y como atestigua el anciano Simeón, es a la vez “luz de revelación a los gentiles, y gloria de Tu pueblo Israel” (Lc 2:32).
Pero María y José se toman en serio su fe judía y están decididos a cumplir sus leyes y costumbres. Es un acto de profunda obediencia religiosa mediante el cual la Sagrada Familia permite que el Espíritu Santo obre en sus vidas.
Simeón y Ana representan al pueblo de Dios que el Hijo de Dios encarnado ha venido a redimir. Han esperado pacientemente una señal de que la salvación prometida está cerca. Simeón da voz al milagro que ha presenciado con sus propios ojos: “Ahora, Señor, permite que Tu siervo se vaya en paz, conforme a Tu palabra; porque mis ojos han visto Tu salvación la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz de revelación a los gentiles, y gloria de Tu pueblo Israel” (Lc 2:29-32). Esta exclamación llena de alegría, el “Nunc Dimittis,” que la Iglesia nos propone cada noche en la Liturgia de las Horas, es una confesión de fe que resonará por milenios.
Simeón también profetiza los dolores que sufrirá la madre de Jesús, María: “Este Niño ha sido puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción, y una espada traspasará aun tu propia alma, a fin de que sean revelados los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2:34-35).
La gloria de Dios que se revela en este niño es un arma de doble filo: liberará a la humanidad de la tiranía del pecado y de la muerte, pero también será ocasión de grandes sufrimientos y sacrificios personales. María sufrirá dolorosamente por su cercanía a Jesús pero, por la gracia de Dios, su dolor se convertirá en una gran alegría.
El sufrimiento de Jesús se aborda en la segunda lectura de la festividad de hoy. La Carta a los Hebreos (Heb 2:14-18) dice que “[Jesús] tenía que ser hecho semejante a Sus hermanos en todo, a fin de que llegara a ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en las cosas que a Dios atañen, para hacer propiciación por los pecados del pueblo. Pues por cuanto Él mismo fue tentado en el sufrimiento, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Heb 2:17-18).
El sufrimiento y la muerte de Jesús nos redimen; por medio de su sufrimiento, borra nuestros pecados, nos libera de las consecuencias de la muerte y nos da la vida eterna en Él y por Él.
Al celebrar la fiesta de la Presentación del Señor, demos gracias a Dios por la obediencia de la Sagrada Familia, que reveló la salvación prometida “la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz de revelación a los gentiles, y gloria de Tu pueblo Israel” (Lc 2:31-32). †