January 17, 2025

Cristo, la piedra angular

No olvidemos valorar la experiencia milagrosa de la Eucaristía

Archbishop Charles C. Thompson

La lectura del Evangelio del segundo domingo del tiempo ordinario (Jn 2:1-11) relata la historia que todos conocemos de la boda de Caná. La madre de Jesús informa a su hijo de que los anfitriones se están quedando sin vino. Cree que Jesús puede, y debe, remediar esta situación vergonzosa.

Jesús le dijo: “Mujer, ¿qué nos interesa esto a ti y a Mí? Todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2:4). María se mantiene firme. Se vuelve a los sirvientes y les dice “Hagan todo lo que Él les diga” (Jn 2:5). Entonces, seis tinajas de piedra, cada una de las cuales contenía de 20 a 30 galones de agua, se llenaron milagrosamente de vino.

Este relato recuerda el de la multiplicación de los panes y los peces, el único milagro de Jesús que se relata en los cuatro Evangelios. La moraleja de ambas historias es que Jesús es el Señor; lo que es imposible para los seres humanos ordinarios es posible para el Hijo de Dios.

Ese mismo Jesús es el que alimenta nuestros corazones hambrientos con su cuerpo y su sangre a través del milagro diario de la Sagrada Eucaristía. En la Eucaristía, por la acción del sacerdote y por el poder del Espíritu Santo, el pan y el vino ordinarios se transforman en el cuerpo y la sangre, el alma y la divinidad, del mismo Jesús que realizó el milagro de Caná y la multiplicación de los panes y los peces. Gracias a esta intervención divina, nuestros corazones quedan satisfechos y se calma nuestra hambre del amor y la compasión de Dios.

Como escribió el Papa Francisco sobre la multiplicación de los panes y los peces:

“Cuando Jesús, con su compasión y su amor, nos concede una gracia, perdona nuestros pecados, nos abraza, nos ama; no hace nada a medias sino completamente. Al igual que en el relato, todos quedan satisfechos. Jesús llena nuestro corazón y nuestra vida de su amor, de su perdón, de su compasión. Así, Jesús permite a sus discípulos cumplir su mandato. De este modo, conocen el camino a seguir: alimentar al pueblo y mantenerlo unido; es decir, estar al servicio de la vida y de la comunión.”

El milagro de Caná ilustra lo que puede suceder cuando nos tomamos a pecho las palabras de María y hacemos todo lo que su hijo nos dice. Nuestra obediencia a la Palabra de Dios es lo que hace que ocurran los milagros. Estar atentos a las necesidades de los demás, especialmente de los más vulnerables, hace posible el poder sanador de Cristo.

El Evangelio nos recuerda que, si se lo permitimos, Dios puede hacer cosas imposibles a través de nosotros. Jesús se nos da por entero en la Eucaristía y luego nos envía como sus discípulos misioneros a alimentar a los demás, a reunirlos en una sola familia y, como dice el Papa, “a estar al servicio de la vida y de la comunión.”

Tal como lo expresa Pablo a los corintios y a todos nosotros en la segunda lectura de este domingo (1 Cor 12:4-11): “Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de actividades, pero Dios, que hace todo en todos, es el mismo” (1 Cor 12:4-6). Nuestra unidad se revela en nuestra diversidad. El mismo Dios que obra milagros a través de los elementos ordinarios del pan y el vino hace posible que vivamos juntos en la unidad, a pesar de las diferencias que amenazan con dividirnos.

Dios mismo es tres en uno, la Santísima Trinidad, y actúa en nosotros para lograr una unidad milagrosa pero muy ordinaria en nuestras vidas y en nuestro mundo. Como dice el Papa Francisco, Jesús no hace nada a medias: cuando se enfrenta a un problema, como la falta de vino en la boda de Caná, responde. Los milagros que obra no son egoístas. No le importan los elogios de los demás. Lo que Jesús quiere es “estar al servicio de la vida y de la comunión.”

En Caná, simplemente quiere cumplir el deseo de su madre—a pesar de que aún no ha llegado su hora de ejercer su ministerio públicamente—y evitar a sus amigos la angustia y la vergüenza de quedarse sin vino.

En términos de impacto sobre los involucrados, convertir el agua en vino no es un milagro tan grande como alimentar a 5,000 personas, pero el hecho de que ocurriera es asombroso.

Lo mismo ocurre con el milagro eucarístico que sucede cada día en todos los rincones del mundo. Convertir el pan y el vino ordinarios en el cuerpo y la sangre de Cristo no es algo común y corriente. Es un milagro que reviste gran importancia y el hecho de que cada uno de nosotros esté invitado a compartir esta extraordinaria y milagrosa experiencia es algo que debemos valorar.

No pasemos por alto la impresionante belleza y el poder de la Eucaristía. Demos gracias a Dios por los milagros que obra en nuestra vida cotidiana. †

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