Cristo, la piedra angular
La voz de Dios nos habla, a veces en voz alta, a veces como un susurro
Una vez bautizado, Jesús salió en seguida del agua. En ese momento se abrieron los cielos y Jesús vio que el Espíritu de Dios descendía como una paloma y se posaba sobre él. Y una voz, proveniente del cielo, decía: “Este es mi Hijo amado en quien me complazco” (Mt 3:16-17).
Dios nos habla a nosotros, su pueblo, de diversas maneras, según nuestra capacidad de escuchar y comprenderlo. En el Evangelio de este domingo, el Bautismo del Señor, se nos dice que se escuchó la voz del Padre proveniente del cielo que afirmaba que Jesús era su Hijo amado. En el Antiguo Testamento (1 Reyes 19:11-13), se nos dice que Dios también habla en voz baja, con “un ligero susurro.”
El Bautismo de Jesús fue un acontecimiento público que sucedió después de muchos años de preparación durante la fase tranquila de su vida. En esa reunión, donde la gente se había congregado para recibir el bautismo que Juan ofrecía, nos imaginamos que había el ruido y la distracción propios de cualquier multitud. En su forma más elemental, Dios Padre habla en voz alta para asegurarse de que todos lo escuchen.
Pero no se trata apenas de hacerse oír por encima de la multitud: hablar alto es símbolo de majestuosidad y dominio. Lo que el Padre proclama aquí es la asombrosa verdad de que Jesús es Señor y Salvador, el que ha sido enviado para redimirnos del pecado y de la muerte. Juan el Bautista ya nos ha preparado para esta revelación divina al decir: Juan les habló a todos: “Yo los bautizo con agua; pero viene Uno que es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatar la correa de Sus sandalias. Él los bautizará con el Espíritu Santo y fuego” (Lc 3:16).
Jesús, el que bautizará con el Espíritu Santo y fuego, es más poderoso que Juan. Él es a la vez Dios y hombre, y su bautismo simbólico es signo de que asume libremente el peso y el dolor de nuestros pecados.
En la segunda lectura de la liturgia de este domingo, san Pablo ofrece una poderosa reflexión sobre el misterio del bautismo del Señor en el Jordán. Pablo dice:
“Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y Su amor hacia la humanidad, Él nos salvó, no por las obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino conforme a Su misericordia, por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espíritu Santo, que Él derramó sobre nosotros abundantemente por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por Su gracia fuéramos hechos herederos según la esperanza de la vida eterna” (Tito 3:4-7).
Nada de lo que hayamos hecho, o podamos hacer, puede justificar la gracia derramada sobre nosotros “por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espíritu Santo” que recibimos cuando fuimos bautizados en Cristo Jesús. No hemos reunido méritos y no nos merecemos nuestra salvación; se trata meramente de un regalo. Por ella, nos hemos convertido en hijos e hijas del mismo Padre, y hemos recibido la esperanza de la vida eterna en Él.
Así como el Espíritu Santo descendió sobre Jesús cuando fue bautizado por Juan en el Jordán, el mismo Espíritu estuvo presente y activo en el momento en que cada uno de nosotros recibió el gran sacramento de nuestro renacimiento y renovación. Para la mayoría de nosotros, se trataba de un acontecimiento tranquilo que tenía lugar entre familiares, amigos y, tal vez, algunos vecinos parroquianos. El sacerdote o diácono que nos administró este gran sacramento probablemente no entonaba las oraciones con una voz majestuosa, pero hablaba con la voz de Dios de una manera apropiada para la ocasión.
Cada bautismo nos brinda la oportunidad de reflexionar con asombro y admiración sobre la maravilla de la misericordia de Dios. Toda persona que se bautiza, ya sea bebé, niño, adolescente o adulto, está naciendo de nuevo en la gracia de Dios “con el Espíritu Santo y fuego.” Todo el que recibe este don incomparable de Dios se libera de la esclavitud del pecado y de la muerte y se convierte en heredero de la vida eterna.
No es de extrañar que nos regocijemos en el sencillo acto de humildad que representa el Bautismo del Señor, ni que el Padre esté contento. Su único Hijo amado ha aceptado cargar sobre sí los pecados del mundo. Se ha ofrecido libre y desinteresadamente para entregarse por completo, tal como nos enseña san Pablo, al adoptar la forma de siervo.
Lo que sucede aquí, en nuestra celebración del Bautismo del Señor, es una revelación de Dios que nos habla, tanto en voz alta, con esa voz impactante del Padre, como en un susurro, en la aceptación silenciosa del bautismo de Jesús por Juan.
En este Año Jubilar de la Esperanza, demos gracias a Dios por el sacramento del bautismo y por las palabras que pronuncia en la quietud de nuestro corazón. †