May 26, 2023

Cristo, la piedra angular

El Espíritu Santo llena nuestros corazones del amor de Dios

Archbishop Charles C. Thompson

“Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado” (Rom 5:5; Rom 8:11).

En el Domingo de Pentecostés, que celebramos este fin de semana, el increíble amor abnegado que Jesús derramó por nosotros en la cruz se derrama una vez más mediante el don del Espíritu Santo. El amor de Dios transforma a los discípulos de Jesús quienes pasan de ser personas tímidas y egocéntricas a testigos audaces y valientes del Evangelio.

Las “lenguas de fuego” y el “estruendo como de un viento fuerte” (He 2:1-11) que descienden sobre los discípulos cuando están reunidos a puerta cerrada dan poder a los seguidores de Jesús. El amor de Dios enciende la llama en sus corazones y los fortalece, convirtiéndolos en verdaderos discípulos misioneros.

La Iglesia nace en Pentecostés. Gracias a la intervención del Espíritu Santo, hombres temerosos, solos e incapaces de actuar se convierten en una ecclesia, una asamblea de creyentes con una sola mente y un solo corazón. Podríamos argumentar que, de los muchos dones del Espíritu Santo, el más importante es esta unidad en la diversidad. Los discípulos divididos se convierten en uno, y por la gracia de Dios, la tendencia pecaminosa a “dividir y vencer” es superada por el Espíritu Santo, que une todas las cosas en amor y en verdad.

La solemnidad de Pentecostés celebra la unidad en la diversidad. Reunidas en Jerusalén en el momento del primer Pentecostés había personas de distintos lugares, de lenguas y culturas diversas y, podemos suponer que también divergían en opiniones que podrían llegar a ser incluso contradictorias, sobre todos los temas imaginables. Como leeremos en los Hechos de los Apóstoles:

En aquel tiempo vivían en Jerusalén judíos piadosos, que venían de todas las naciones conocidas. Al escucharse aquel estruendo, la multitud se juntó, y se veían confundidos porque los oían hablar en su propia lengua. Estaban atónitos y maravillados, y decían: “Fíjense: ¿acaso no son galileos todos estos que están hablando? ¿Cómo es que los oímos hablar en nuestra lengua materna? Aquí hay partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia. Están los de Frigia y Panfilia, los de Egipto y los de las regiones de África que están más allá de Cirene. También están los romanos que viven aquí, tanto judíos como prosélitos, y cretenses y árabes, ¡y todos los escuchamos hablar en nuestra lengua acerca de las maravillas de Dios!” (Hechos 2:5-11).

Lo asombroso no es que se produjera milagrosamente algún tipo de “traducción simultánea,” sino que aquellos individuos tan diversos que escucharon la Palabra de Dios proclamada por los discípulos se unieran en el amor. No perdieron su individualidad ni su singularidad, pero se unieron en uno solo.

Por eso nuestro Credo afirma que nuestra Iglesia es una, santa, católica y apostólica. A pesar de nuestras muchas diferencias, y de los desacuerdos que tienden a dividirnos y conquistarnos, somos, de hecho, uno en el Espíritu.

Tal como lo expresa tan hermosamente san Pablo: “Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de actividades, pero Dios, que hace todo en todos, es el mismo” (1 Cor 12:4-6).

Lo que el Espíritu Santo revela en Pentecostés es el hecho de que el amor de Dios trasciende nuestras ideas sobre la unidad y la diversidad. El Dios trino (Padre, Hijo y Espíritu Santo) no puede dividirse en categorías o facciones separadas. El amor de Dios es unidad y plenitud absolutas, y cuando este amor se derrama en nuestros corazones, nos une, no de una manera vaga y amorfa, sino como personas robustas e individuales que son una con Dios y entre sí por el milagro de la gracia divina.

Cualquiera que mire nuestro mundo (y nuestra Iglesia) hoy en día, tendrá que admitir que se necesita un milagro para unir a nuestras tribus contenciosas, divisivas y, con demasiada frecuencia, beligerantes.

Sin los dones del Espíritu Santo, la verdadera unidad en la diversidad es algo impensable. Pero “Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado” (Rom 5:5), el acontecimiento milagroso que celebramos el domingo de Pentecostés y que logra precisamente aquello que nos resulta impensable.

La lectura del Evangelio del domingo de Pentecostés recoge este milagro de la siguiente manera:

Los discípulos se regocijaron al ver al Señor. Entonces Jesús les dijo una vez más: “La paz sea con ustedes. Así como el Padre me envió, también yo los envío a ustedes.” Y habiendo dicho esto, sopló y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes perdonen los pecados, les serán perdonados; y a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados.” (Jn 20:20-23).

Desde este momento, somos una sola Iglesia, unida en el Espíritu Santo y enviada a proclamar la Buena Nueva de nuestra salvación en Cristo Jesús, nuestro Señor.

¡Un bendecido de Pentecostés para todos! †

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