March 10, 2023

Cristo, la piedra angular

Encontremos a Jesús en aquellos que son distintos de nosotros

Archbishop Charles C. Thompson

En la lectura del Evangelio del tercer domingo de Cuaresma (Jn 4:5-42) que narra la historia de la samaritana junto al pozo, Jesús se enfrenta a tres prejuicios de su tiempo: 1) la relación entre judíos y samaritanos; 2) la relación entre mujeres y hombres; y 3) la relación entre justos y pecadores. En cada caso, el Señor nos muestra cómo debemos interactuar con personas que son diferentes a nosotros.

En tiempos de Jesús, samaritanos y judíos se despreciaban mutuamente, no como los católicos y protestantes de Irlanda del Norte o los musulmanes sunitas y chiitas del Medio Oriente. Aunque pertenecen a la misma familia religiosa (judaísmo, cristianismo e islam, respectivamente), las diferencias que separan a estos grupos desde dentro (y desde fuera) parecen a menudo insalvables.

Jesús se niega a aceptar la barrera artificial de la diferencia religiosa entre la samaritana y él. Cuando ella le dice: “¿Y cómo es que tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?” [dado que los judíos y los samaritanos no se trataban] (Jn 4:9), su respuesta subraya una diferencia mucho mayor: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’; tú le pedirías a él, y él te daría agua viva” (Jn 4:10).

Si el abismo que separa a los seres humanos de Dios, que es la fuente de la vida misma, puede ser salvado por quien le habla ahora, ninguna barrera terrenal podrá dividirnos entre nosotros. “Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás. Más bien, el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que fluya para vida eterna” (Jn 4:13-14).

Los discípulos de Jesús se escandalizan porque su Maestro ha estado conversando (sin compañía) con una mujer, lo cual no era un comportamiento socialmente aceptable para un hombre soltero, sobre todo porque la mujer samaritana tenía fama de ser promiscua. Jesús ignora este prejuicio cultural. Si está dispuesto a curar a los enfermos el sábado, ¿por qué no iba a entablar una conversación (en verdad, orientar) con una mujer que necesita oír de sus labios la Palabra de Dios? Jesús sabía que las mujeres y los hombres habían sido creados por Dios con los mismos derechos y la misma dignidad. Las costumbres y las leyes de su tiempo y lugar nunca podrían derogar la verdad de que hombres y las mujeres, aunque diferentes, son iguales a los ojos de Dios.

Finalmente, Jesús confronta a la mujer con el hecho de que el hombre con el que vive actualmente no es su marido:

Jesús le dijo: “Ve a llamar a tu marido, y luego vuelve acá.” La mujer le dijo: “No tengo marido.” Jesús le dijo: “Haces bien en decir que no tienes marido, porque ya has tenido cinco maridos, y el que ahora tienes no es tu marido” (Jn 4:16-18).

No la regaña, ni la desprecia, ni la rehúye porque sea pecadora, sino que le dice la verdad con amor.

Una y otra vez, Jesús, la persona más justa que jamás haya existido, se niega a tratar a los pecadores como parias inmundos. “No son los sanos los que necesitan de un médico, sino los enfermos” (Mt 9:12).

Jesús es el Médico Divino y su lugar está con las personas que sufren en mente, cuerpo y alma. “Pero viene la hora, y ya llegó, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre busca que lo adoren tales adoradores. Dios es Espíritu; y es necesario que los que lo adoran, lo adoren en espíritu y en verdad” (Jn 4:23-24).

El encuentro personal de Jesús con una mujer de Samaria, pecadora reconocida, rompe las barreras culturales de los prejuicios y el miedo:

Le dijo la mujer: “Yo sé que el Mesías, llamado el Cristo, ha de venir; y que cuando él venga nos explicará todas las cosas.” Jesús le dijo: “Yo soy, el que habla contigo” (Jn 4:25-26).

De hecho, el encuentro con el “llamado el Cristo” (Jn 4:25) inicia un profundo cambio en la samaritana. Se convierte en una persona distinta porque la Palabra de Dios ha hablado a su corazón, y el cambio que genera en ella repercute en la gente que la rodea:

Entonces los samaritanos fueron adonde él estaba, y le rogaron que se quedara con ellos; y él se quedó allí dos días. Y muchos más creyeron por la palabra de él, y decían a la mujer: “Ya no creemos solamente por lo que has dicho, pues nosotros mismos hemos oído, y sabemos, que éste es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4:40-42).

Que en esta Cuaresma nos encontremos con Jesús y dejemos que su Espíritu cambie nuestra manera de pensar y de actuar con los demás, especialmente con los que son diferentes de nosotros. †

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