October 9, 2020

Cristo, la piedra angular

Recemos por el valor y la fidelidad para imitar a María

Archbishop Charles C. Thompson

“Mientras Jesús decía estas cosas, una de las mujeres en la multitud alzó la voz y dijo: ‘¡Dichosa la matriz que te concibió y los senos que te criaron!’ ‘Al contrario,’ le contestó Jesús, ‘dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan’ ” (Lc 11:27-28).

Continuando con nuestras reflexiones de octubre sobre la Santísima Virgen María, la lectura del Evangelio de la misa de este sábado (Lc 11:27-28) nos recuerda que todos nosotros, incluida María, estamos llamados a escuchar la Palabra de Dios y a incorporarla plenamente a nuestra vida cotidiana.

Cuando una mujer de la multitud grita: “¡Dichosa la matriz que te concibió y los senos que te criaron!” (Lc 11:27), Jesús parece contradecirla. “Al contrario, dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11:28).

San Agustín, en su tratado Sobre la Santa Virginidad, planteó la siguiente de declaración que resultó a la vez sorprendente y contradictoria: “Así también su cercanía como Madre no habría sido de ninguna utilidad para María, si no hubiera llevado a Cristo en su corazón de una manera más bendita que en su carne.” Esto no le resta en modo alguno al singular papel de María como Madre de Dios, sino que es una afirmación de su apertura a la voluntad de Dios, sin importar lo que le cueste. También destaca el testimonio que María dio del verdadero significado del discipulado cristiano.

En la travesía de nuestra vida se nos invita a cada uno de nosotros a hacer lo que María hizo tan perfectamente cuando abrió su corazón al mensajero de Dios, y dijo “sí” al llamado divino al amor sacrificial. Por eso Jesús hace énfasis en las bendiciones que provienen de la fidelidad a la Palabra de Dios. María fue bendecida por su generosa respuesta a la voluntad de Dios, no solamente porque dio a luz al Hijo de Dios.

Lo que la mujer de la multitud exclamó no es diferente del saludo de Isabel a su joven prima, que repetimos cada vez que rezamos el Ave María: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!” (Lc 1:42).

Hay un honor singular en el hecho de que María haya sido elegida para ser la Theotókos (Madre de Dios), pero hay un honor aún mayor en su libre decisión de “escuchar la palabra de Dios y observarla.”

En su encíclica “Redemptoris Mater” (1987), el papa san Juan Pablo II escribió que “con su nueva maternidad en el Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia, acoge también a todos y a cada uno por medio de la Iglesia” (#47). “En la expresión ‘feliz la que ha creído’ podemos encontrar como una clave que nos abre a la realidad íntima de María, a la que el ángel ha saludado como ‘llena de gracia.’ Si como a ‘llena de gracia’ ha estado presente eternamente en el misterio de Cristo, por la fe se convertía en partícipe en toda la extensión de su itinerario terreno” (#19).

En María, no hay diferencia entre su papel de Madre de Dios y sus responsabilidades como primera discípula cristiana. Está bendecida (llena de gracia) tanto por lo que es como por lo que hace.

Este tipo de constancia absoluta nos resulta imposible. Somos pecadores, y siempre nos quedamos cortos en nuestros esfuerzos para escuchar la palabra de Dios y luego ponerla en práctica. Por eso vemos a María y a todos los santos como ejemplos.

También es por eso que es tan importante para nosotros encontrar a Jesús en la oración, en los sacramentos (especialmente la Eucaristía) y en el servicio a los necesitados. Como Jesús nos dice claramente en la lectura del Evangelio del sábado, somos bendecidos cuando respondemos al llamado de Dios de la manera en que María lo hizo, libremente y sin vacilación.

Para tener éxito como discípulos misioneros de Jesucristo, debemos estar atentos a la voluntad de Dios para nosotros. Eso implica desconectar todas las distracciones que nos impiden escuchar la palabra de Dios. También debemos estar dispuestos a sacrificar nuestra propia comodidad y hacer cosas que nos resultarían imposibles sin la ayuda de la gracia de Dios. Afortunadamente, siempre podemos recurrir a María, nuestra madre, para que nos inspire y nos ayude. Con la ayuda de su intercesión, se nos abren milagrosamente las puertas que de otra manera estarían cerradas y trabadas. Mientras sigamos sus instrucciones como los sirvientes en el banquete de bodas en Caná, para hacer lo que Jesús nos diga, nada es imposible para nosotros.

Como san Agustín nos recuerda, la cercanía a Dios no nos beneficia en nada a menos que también llevemos a Cristo en nuestros corazones y expresemos su amor abnegado en nuestras acciones. Recemos por el valor y la fidelidad para imitar a María. Estemos atentos a la palabra de Dios, y esforcémonos por observarla en todo lo que digamos y hagamos. †

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