April 3, 2020

Cristo, la piedra angular

La tragedia y el triunfo de Jesús nos llevan a la salvación

Archbishop Charles C. Thompson

“Y las multitudes que iban delante de Él y las que iban detrás, gritaban:‘¡Hosanna al Hijo de David!¡Bendito Aquel que viene en el nombre del Señor!¡Hosanna en las alturas!’ ” (Mt 21:9). 

Este domingo celebramos algo inusual en el calendario litúrgico: se trata de un día de triunfo y tragedia, una jornada que demuestra con gran claridad la volatilidad de la conducta humana, especialmente cuando las personas se congregan en multitudes. 

El Domingo de Ramos de la Pasión del Señor, recordamos la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén anunciada por los cánticos de “¡Hosanna Hijo de David!” “¡Hosanna en las alturas!” Pero aprovechamos este día aparentemente feliz para reflexionar sobre la cruel e inmerecida pasión del Señor y su muerte en una cruz. Una vez más, se aplica el concepto de los “católicos del tanto y el como” para revelar la verdad tanto acerca de la condición pecadora del ser humano como de que Dios hace lo indecible para redimir y perdonar nuestros pecados. 

En la segunda lectura de este domingo (Fil 2:6-11), san Pablo proclama la extraordinaria entrega de Dios:  

“[Cristo Jesús] aunque existía en forma de Dios, 
no consideró el ser igual a Dios 
como algo a qué aferrarse, 
sino que se despojó a Sí mismo 
tomando forma de siervo, 
haciéndose semejante a los hombres. 
Y hallándose en forma de hombre, 
se humilló Él mismo, 
haciéndose obediente hasta la muerte, 
y muerte de cruz”
(Fil 2:6-8). 

Lo que celebramos el Domingo de Ramos dista mucho del “estilo de vida de los ricos y famosos.” Aunque las multitudes hayan recibido a Jesús como una superestrella, su verdadera grandeza se encuentra en su humildad. Todo el poder y la majestad de Dios quedarán a un lado dentro de unos pocos días en el momento en que se “despojó a sí mismo” y adoptó la pequeñez de nuestra naturaleza humana. Toda la alegría y la adulación de las multitudes se disipará rápidamente y se convertirá en un grito desagradable y rencoroso: “¡Que lo crucifiquen!” 

El recuerdo que nos presenta este domingo de la entrada triunfal en Jerusalén y la trágica pasión y muerte del hombre más inocente que haya existido resulta importante para todos hoy en día. Vivimos en una época en la que los extremos del amor y el odio, el encantamiento y la desilusión dominan a nuestra sociedad y a la Iglesia. A toda hora vemos reflejados estos extremos en las redes sociales. El papa Francisco publica palabras de reto y esperanza en su cuenta de Twitter y miles de personas responden con mensajes que van desde la gratitud hasta ataques ponzoñosos. Al igual que Jesús, muchos reciben al Santo Padre con cánticos de Hosanna, en tanto que otros lo escupen y dicen cosas horribles de él. 

Afortunadamente, san Pablo nos recuerda que el sufrimiento y las vicisitudes nos redimen. Seguimos los pasos de Jesús cuyo amor abnegado ha superado el pecado y ha transformado nuestro mundo de oscuridad en luz. 

“Por lo cual Dios también lo exaltó hasta lo sumo, 
y le confirió el nombre 
que es sobre todo nombre, 
para que al nombre de Jesús 
se doble toda rodilla 
de los que están en el cielo, y en la  
tierra, y debajo de la tierra, 
y toda lengua confiese que 
Jesucristo es Señor, 
para gloria de Dios Padre”  
(Fil 2:9-11). 

Los Hosanna que entonamos este fin de semana, aun cuando meditamos acerca del sufrimiento y la muerte de nuestro Señor, deben expresar nuestra genuina alegría y agradecimiento por la presencia de nuestro Redentor entre nosotros hoy en día, todos los días, en el banquete sacrificial que celebramos con Él en cada misa. 

Sí, estamos rodeados de dolor y sombras; incluso Jesús expresó su sufrimiento y su sensación de abandono cuando gritó desde la cruz: “Eli, Eli, lema sabactani?” que san Mateo nos dice que significa “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27:46) 

Jesús estaba sobrecogido por el dolor; sentía que iba a claudicar, pero no lo hizo. En vez de ello, perdonó nuestros pecados y encomendó su espíritu al Padre.  

La tragedia de la Pasión y muerte de Jesús tuvo su epílogo en su triunfante resurrección, su victoria absoluta sobre el poder del pecado y la muerte. El mal seguirá existiendo pero al final no puede vencer y no lo hará. 

La primera lectura del Domingo de Ramos (Is 50:4-7) anticipa los últimos pensamientos de Jesús: 

“Ofrecí Mi espalda a los que me herían, 
Y Mis mejillas a los que me arrancaban la barba; 
No escondí Mi rostro 
de injurias y salivazos. 
El Señor Dios me ayuda, 
Por eso no soy humillado, 
Por eso he puesto Mi rostro como pedernal, 
Y sé que no seré avergonzado” 
(Is 50:6-7). 

A medida que concluimos la temporada de la Cuaresma y nos preparamos para el triduo pascual, pidámosle al Señor que nos ayude a mantenernos firmes al enfrentar las tragedias de la vida (grandes y pequeñas). Que siempre mantengamos nuestra confianza en el amor triunfante de Dios. † 

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