May 29, 2015

Alégrense en el Señor

La duda no nos exime de proseguir con la obra de Cristo

Archbishop Joseph W. Tobin

“Cuando lo vieron, lo adoraron; pero algunos dudaban”
(Mt 28:17).

El Evangelio del próximo domingo (la Solemnidad de la Santísima Trinidad) nos recuerda que los once apóstoles a quienes les fue confiada la responsabilidad de hacer “discípulos de todas las naciones” (Mt 28:19), no eran superhéroes. Eran simplemente seres humanos débiles y sencillos que pudieron obrar milagros y hacer cosas extraordinarias gracias al poder de Dios.

El Evangelio según San Mateo nos dice que los apóstoles fueron a una montaña en Galilea en respuesta a las instrucciones de Jesús. San Mateo nos cuenta que, cuando vieron a Jesús resucitado, lo adoraron; pero también dudaron. Al igual que para muchos de nosotros, su fe era incierta. Al verlo, le profesaron su amor, cariño y lo homenajearon, pero aun así tenían sus dudas. ¿Acaso este es verdaderamente el hombre que conocimos y amamos, o se trata de la ilusión de ver cumplido un anhelo, una suerte de autoengaño colectivo?

Jesús no los deja regodearse en la incertidumbre sino que les asigna una misión. No se trata de una misión ordinaria; al contrario, es una tarea que excede con creces lo que normalmente se esperaría de este grupo endeble conformado por tímidos seguidores, incluso en las mejores circunstancias. ¿Cómo es posible que este grupo de discípulos sin formación, sin experiencia y llenos de dudas pudiera llegar a transformar el mundo? ¿Con qué poder y con qué recursos podrán estos improbables apóstoles y evangelistas enseñar el Evangelio por todo el mundo?

“Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra” (Mt 28:18), les dice el Señor resucitado. “Por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones” (Mt 28:19). El Señor les encarga a los discípulos que lleven a cabo actos imposibles en su nombre. El Espíritu Santo nos faculta para bautizar en el nombre de la Santísima Trinidad, el Dios único cuya propia naturaleza representa la comunión perfecta de personas amorosas.

Es mediante este poder, y no por sus propios esfuerzos, que los 11 son capaces de predicar la Buena Nueva, sanar a los enfermos y a los desahuciados, perdonar los pecados y llegar a las mentes y los corazones de hombres y mujeres de todas las religiones que pueblan la Tierra.

El domingo de la Santísima Trinidad pone de manifiesto el misterio de la vida interior de Dios, la unión en la diversidad que es la esencia de todos los seres vivos. Pero todos los que desean seguir a Jesús—incluyéndolo a usted y a mí—no pueden entregarse a especulaciones vacías. Tenemos mucho por hacer. Debemos salirnos de nuestra comodidad, tal como nos lo recuerda a menudo el papa Francisco.

Debemos derribar los muros que nos separan de aquellos que son distintos de nosotros, de aquellos cuyas acciones y estilos de vida resultan inaceptables para nosotros y de aquellos que rechazan nuestras creencias y nuestros valores. ¿Con qué poder y con qué recursos podemos compartir nuestra fe con “todas las naciones”? ¿Cómo podemos relatar las verdades a aquellos que ven el mundo de manera distinta a nosotros, cuando nosotros mismos tenemos interrogantes y dudas?

Por nuestra cuenta, resulta imposible, pero con la ayuda de Dios, todo es posible. Al abrir nuestros corazones para recibir los dones del Espíritu Santo, podemos participar de la autoridad que el Padre celestial le ha entregado a Jesús. Al aceptar nuestra responsabilidad bautismal de hacer discípulos de todas las naciones, proclamamos el Evangelio en nuestra vida cotidiana mediante nuestras palabras y nuestras acciones. Podemos llevar a Cristo al prójimo, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, y podemos enseñar a nuestros hermanos y hermanas, tanto en nuestra localidad como en el extranjero, a obedecer los mandamientos del Señor.

La Trinidad de Dios es un gran misterio que jamás llegaremos a comprender a cabalidad, pero no tenemos que entender la naturaleza de Dios para llevar adelante su obra. Como discípulos de Jesucristo, estamos facultados para enseñar incluso a pesar de nuestras dudas, para sanar a pesar de llevar nuestras propias heridas y para transformar culturas pese a la resistencia que encontramos a cada paso.

“Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mt 28:20b). No se espera que nosotros solos realicemos la obra de Cristo. Él está siempre con nosotros. Y no se espera que llevemos a cabo grandes obras basándonos únicamente en nuestros esfuerzos.

El Señor ha compartido con nosotros todo el poder del cielo y de la Tierra; nos ha encargado transformar el mundo mediante el poder de su gracia. Él nos acompaña, incluso más íntimamente que nosotros mismos, mientras nos esforzamos por llevar adelante esta renovación: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. †
 

Traducido por: Daniela Guanipa

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