June 6, 2014

Alégrense en el Señor

Ven, Espíritu Santo, y cólmanos de alegría eterna

Archbishop Joseph W. TobinLa solemnidad de Pentecostés completa nuestra celebración de la alegría de la Pascua. En las imágenes que se encuentran en la maravillosa Secuencia de Pentecostés, “Veni, Sancte Spiritus,” invocamos a la tercera persona de la Santísima Trinidad para que acuda a nuestros corazones e inunde de luz nuestra oscuridad, consuele nuestra angustia, cure las enfermedades de nuestras almas, caliente nuestros corazones helados y nos llene de alegría eterna.

¿Por qué le pediríamos al Espíritu Santo el don de la alegría eterna? Sabemos que nuestras vidas están llenas de dolor y desesperanza. Sabemos que incluso después de recibir la gracia salvadora de Dios y de habernos reconciliado con Él en el sacramento de la penitencia, pecaremos nuevamente. Sabemos que todos aquellos a quienes amamos y nosotros mismos, estamos destinados a sufrir y morir algún día. ¿Qué sentido tiene entonces pedir por la alegría eterna?

Nuestra fe es débil, ¿no es cierto? Hace tan solo seis semanas celebramos el asombroso milagro de nuestra salvación y la fuente verdadera de toda la alegría y de la esperanza humana. Creemos que el Señor ha resucitado, que ha conquistado el pecado y la muerte y que somos verdaderamente libres.

Creemos esto y, sin embargo, tenemos nuestras dudas. Confiamos en Él y, sin embargo, sucumbimos a la tristeza y a la desesperación. Esta es precisamente la razón por la que Cristo nos envió al Espíritu Santo: para infundirnos valor en nuestra debilidad, para ayudarnos a mantenernos fieles a su palabra y, por supuesto, para llenar nuestros corazones con alegría eterna.

Recordemos lo que dijo el papa Benedicto XVI una vez en un mensaje de Pascua “Urbi et Orbi” (para la ciudad y para el mundo): “La Pascua no consiste en magia alguna. De la misma manera que el pueblo hebreo se encontró con el desierto, más allá del Mar Rojo, así también la Iglesia, después de la Resurrección, se encuentra con los gozos y esperanzas, los dolores y angustias de la historia.”

La alegría y la esperanza no eliminan nuestro dolor y nuestras angustias; las transforman y las convierten en algo similar a la Pasión y muerte del Señor: una participación en la dolorosa peregrinación del sufrimiento humano hacia la alegría plena de la vida eterna.

Es por esto que la Pascua es la temporada de la esperanza. Nuestra esperanza no es un ideal, una forma de “hacerse ilusiones”; no es una cuestión política ni ideológica. Es el realismo cristiano enclavado en la persona de Jesucristo y en la historia de su vida, muerte y resurrección.

La esperanza cristiana no es una ilusión. Tal como nos asegura la Carta a los Hebreos, “tenemos como firme y segura ancla del alma una esperanza que penetra hasta detrás de la cortina del santuario” (Heb 6:19). En verdad estamos anclados contra las tormentas que se presentan todos los días. Las dificultades de la vida no desaparecen para los cristianos. Las soportamos con confianza y se transforman mediante la esperanza alegre en Cristo Resucitado.

Es por ello que nos atrevemos a pedir por una alegría eterna. Sabemos que necesitamos la ayuda de la gracia de Dios para enfrentar el dolor y el agotamiento de la vida cotidiana. Sabemos que necesitamos los siete dones del Espíritu (sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios) para que nos apuntalen en la travesía de la vida. Sabemos que, tal como nos recordó el papa Benedicto, “Iglesia, después de la Resurrección, se encuentra con los gozos y esperanzas, los dolores y angustias de la historia.”

Esto fue especialmente cierto para los discípulos de Jesús. Muchos tuvieron que enfrentar crudas persecuciones y muertes mientras cumplían con la enorme comisión del Señor de ir por el mundo como misioneros para predicar el Evangelio y curar a los enfermos en su nombre. No estuvieron exentos de sufrimiento y desesperanza, pero sirvieron al Señor con alegría por la facultad que les había conferido el espíritu Santo y porque en sus corazones ardía el amor de Dios.

Cuando llegan los días oscuros, tanto en nuestras vidas personales como en nuestra vida conjunta como discípulos, invocamos al Espíritu Santo en un himno de oración:

Ven, Espíritu Santo
y envía desde el cielo
un rayo de tu luz (...)
Lava lo que está manchado,
riega lo que es árido,
cura lo que está enfermo.
Doblega lo que es rígido,
calienta lo que es frío,
dirige lo que está extraviado.
(...) Dales el precio de la salvación,
dales el eterno gozo. Amén.
¡Aleluya!

Anhelamos la alegría eterna. Como nos dice el papa Francisco, encontraremos esta alegría si podemos salirnos de nuestra comodidad y convertirnos en discípulos misioneros que se entregan de todo corazón a proclamar la Buena Nueva.

Así que, oremos: Santo Espíritu de Dios, ven y riega lo que es árido, calienta nuestros corazones helados y guíanos cuando nos extraviemos. Danos alegría eterna. Amén. ¡Aleluya! †

Traducido por: Daniela Guanipa

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