November 9, 2007

Buscando la Cara del Señor

Nuestra meta final es la unión con Jesús en la casa del Padre

La Iglesia dedica el mes de noviembre como una época para recordar en oración especial a nuestros seres queridos que han fallecido.

Algunos necesitan nuestra intercesión para poder recortar su período de purificación en el purgatorio. Algunos, debido a la santidad de sus vidas mientras estuvieron entre nosotros, seguramente ya disfrutan de la belleza de “la casa del Padre.”

Pensamos, por ejemplo, en la Beata Teresa de Calcuta, el Beato Juan XXIII y el Papa Juan Pablo II. Pero también pensamos en los seres queridos de nuestras propias familias que seguramente han entrado en el Reino sin pasar por el purgatorio. No se sabe, pero me gusta pensar así de mi madre y mi padre.

Otras situaciones son mucho más certeras. Hace unos 20 años oficiaba una Misa en el hogar de unos amigos de la familia cuyo hijo de cuatro años y su hermano morían de cáncer terminal.

Mientras me encontraba sentado durante esa Misa, el niño de 4 años se subió a mi regazo sin decir una palabra y permaneció allí el resto de la Misa. Parecía que hubiera estado sintiendo la presencia de Jesús que lo acompañaría por toda la eternidad. Poco después volvió a casa con Dios, dejando una familia afligida.

Hace un par de semanas, un estudiante del último año de la escuela secundaria Father Thomas Scecina Memorial High School sucumbió ante un aneurisma mientras se encontraba en un restaurante del centro con sus jóvenes amigos. No conocía al joven, pero conozco a su abuelo. Sus órganos vitales fueron donados para que otras personas pudieran seguir con vida. Mientras rezamos por su familia desconsolada, rezamos también con confianza para que la puerta de la casa del Padre estuviera abierta para darle la bienvenida.

Aquellos de nosotros que hemos perdido padres ancianos sabemos que no importa cuán preparados creímos estar para verlos partir, los extrañamos y continuamos haciéndolo. Este mes nos brinda una oportunidad especial cada año para reflexionar a fondo a la memoria de nuestros seres queridos y ponerlos en oración.

La muerte es un misterio y es una realidad. Prueba nuestra fe y nos hace darnos cuenta del don que constituye nuestra fe.

Nunca olvidaré que durante el velorio de un fallecimiento trágico y precipitado en nuestra familia, un viejo amigo de la familia me dijo: “Obispo, tenemos que poner mucho de nuestra parte en este caso.”

Fue una prueba para nuestra fe, pero también nos decíamos unos a otros: “Gracias a Dios por el don de nuestra fe.” ¿Qué hacen aquellas personas que no tienen fe?

Sólo en el Reino sabremos por qué Dios permite que los niños de 4 años sufran de cáncer y mueran. Únicamente en la otra vida sabremos por qué Dios permitió que un estudiante del último año de secundaria sucumbiera ante un coágulo de sangre o alguna otra tragedia.

Lo que sí sabemos es que nuestra meta final es la unión con Jesús en la casa del Padre. También reconocemos que por muchos motivos podemos perder de vista ese objetivo final. Ciertamente, con el misterio de la muerte rodeándonos, se nos recuerda que debemos mantener la vista puesta en la verdadera meta de la vida.

Debido a que desde la superficie de la vida la muerte parece el fin de todo, esta produce temor. Nuestra fe nos garantiza que no existe razón para temer a la muerte si tratamos de vivir una buena vida. Aun desde un punto de vista puramente racional, parece sensato que si Dios nos creó con una mente y un corazón que anhelan la inmortalidad, la realización de ese anhelo es posible. Por supuesto, felizmente ese razonamiento natural viene sustentado por la revelación de Dios en la Biblia y en la vida y las enseñanzas de su Hijo, Jesucristo.

La muerte puede ser un momento de gracia para aquellos de nosotros que permanecemos aquí. Les ofrezco ejemplos de cómo podemos pedirles a nuestros seres queridos que intercedan por nosotros. En las notas manuscritas dejadas en la tumba de Juan Pablo II yacen las pruebas del impacto de su fallecimiento.

Un joven escribió: “Veo el mundo y mi vida con nuevos ojos. He descubierto que debo aprender a aceptar los problemas de la vida, al igual que Jesús cargó con su cruz: sin odio, sin resentimiento, sino con amor y madurez … ¡al igual que Juan Pablo II nos cargó! El Reino de Dios indudablemente existe: él nos lo demostró … y ya no es un misterio para mí. ¡Gracias, Papa Juan Pablo II!”

Otro escribió: “Querido Papa Juan Pablo II: Creo que usted, mirando desde el cielo los tantos niños que sufren en la tierra … llevará sus lágrimas al Padre ¡y hará todo lo posible para socorrerlos! ¡Ayúdeme a convertirme en santo como usted!”

Un sacerdote escribió: “Le pido por la gracia de mi proceso de conversión. Que mi corazón arda siempre con el único amor por el que vale la pena vivir: ¡el de Jesucristo!” †

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