February 24, 2006

Seeking the Face of the Lord

Nuestro sufrimiento puede sumarse al de Cristo en la cruz

Alguien me pidió que escribiera acerca de las cosas malas que le ocurren a la gente buena. Un niño pequeño acaba de contraer una enfermedad fatal. Hace poco conversaba con un caballero que se sentía desolado por la noticia reciente de que su hermano menor padecía de un tumor cerebral maligno y no sabía qué pensar de Dios. Un accidente aéreo cobró la vida de los padres de tres niños.

Muchos de nosotros podemos sentirnos identificados con estas historias. Me atrevo a decir que en algún momento, todos nos enfrentamos a algún sufrimiento devastador y nos preguntamos por qué.

Una de las lecciones que aprendemos a medida que crecemos es que la vida no es siempre justa. Y cuando no lo es, nos sentimos tentados a preguntar “¿Qué hice para merecer esto?” O, “Es injusto que ella tenga cáncer, no ha hecho nada malo.” A veces nos sentimos tentados a decir: “¿Por qué no me pasó a mí en vez de a ella?”

No creo que deseemos realmente una respuesta inteligente a estas preguntas. En nuestra travesía por el sufrimiento, deseamos y necesitamos especialmente una compañía misericordiosa. Sin embargo, poseemos mentes curiosas y tratamos de entender.

En ocasiones, nuestro cuestionamiento de las vueltas injustas de la vida implica una idea arraigada aunque equivocada, de Dios y de Su manera de amar. Tal vez pensamos que cuando las cosas nos van mal, Dios nos está castigando. Quizás creemos esto debido a que buena parte del amor humano se encuentra condicionado en base a una recompensa o un castigo. Si he sido bueno, se me ama. Si he sido malo, no. Independientemente de cómo sea, el amor de Dios no es como el nuestro. Dios no enciende o apaga su amor dependiendo de nuestra bondad o nuestros pecados, o de la bondad o los pecados de los demás.

¿Cómo puede un Dios amoroso permitir sufrimientos injustos? Es una pregunta justa pero difícil y no admite una respuesta sencilla. De acuerdo a la forma misteriosa en que obra Dios, existen dos enfoques para responder dicha pregunta. Primero que nada, Dios cuenta con una visión mucho más amplia de la vida mundana, la muerte y la vida eterna. Y Dios posee una visión más extensa y profunda de la “vida buena.” Segundo, Dios nos concede todo el espacio del mundo para que seamos humanamente libres. Es decir, no vivimos nuestras vidas como marionetas colgadas de hilos o como animales amarrados.

Nuestros primeros padres, Adán y Eva, abusaron de su libertad, en efecto, deseando ser iguales a Dios. Cayeron en desgracia y perdieron el paraíso, y nosotros heredamos las consecuencias. Podemos caer en accidentes y sufrimientos. ¿Acaso un accidente humano implica que la víctima ha pecado? ¡En lo absoluto! Lo mismo sucede con las enfermedades físicas. No existe un cuerpo humano perfecto y eterno, y por consiguiente, la vida corpórea es finita y hay y habrá decaimiento físico.

Dios nos permite ser libres para utilizar nuestros talentos humanos a fin de construir y desarrollar nuestro ambiente terrenal. En ocasiones hacemos cosas que nos enferman (mayormente para obtener ganancias o por placer). Sin embargo, Dios nos entrega el obsequio de la libertad. Por definición, el nos da amplitud para tomar decisiones equivocadas y por lo tanto, salir lastimados. Sí, algunas lastimaduras son a causa del pecado, pero muchas no lo son.

En cierta forma, podríamos decir que nos ocurren cosas malas porque no somos Dios, no somos perfectos ni tampoco nuestros cuerpos. La buena noticia es que la historia no termina con nuestras imperfecciones, sufrimiento y muerte. La buena noticia es que tenemos un destino divino que hará que nuestra “vida buena” aquí en la tierra sea pálida en comparación. La verdadera tragedia sucede cuando olvidamos que estamos destinados al reino de Dios donde toda lágrima será enjugada. Al final, eso es lo que cuenta. La verdadera tragedia sucede si no tenemos fe en Dios, especialmente si intentamos ocupar el lugar de Dios, tal como Adán y Eva.

Nuestro consuelo más profundo ante el sufrimiento es saber que Dios entiende verdaderamente porque, en su inmenso amor, Él permitió que su único Hijo compartiera nuestra travesía. Jesús sufrió y murió injustamente por nosotros y conquistó el pecado y la muerte para siempre.

Próximamente, mientras recorremos el Via Crucis durante la Cuaresma, rezaremos “Te adoramos, oh, Cristo, y te alabamos porque gracias a tu santa cruz has redimido al mundo.”

Debido al amor de Dios encarnado en Jesús, tenemos la esperanza infalible de que no estamos condenados a una vida injusta para siempre.

A medida que se acerca la Cuaresma, debemos recordar este maravilloso misterio de fe.
Tal vez nuestro desafío de la Cuaresma puede ser el esfuerzo renovado de considerar en la oración cómo el sufrimiento que se nos presente puede sumársele al de Cristo en la Cruz. Allí podremos hallar el verdadero consuelo al creer que Cristo nos ayuda a llevar nuestras cargas. †

 

 

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