November 10, 2023

Cristo, la piedra angular

Hechos a imagen de Dios, todos tenemosun valor y una dignidad inherentes

Archbishop Charles C. Thompson

“Cristiano, recuerda tu dignidad, y sabiendo que participas de la propia naturaleza de Dios, no vuelvas por el pecado a tu vil condición anterior.” (San León el Magno)

La fecha de publicación de esta columna es el viernes 10 de noviembre, memorial de san León el Magno. León fue elegido papa en 440 y fue profesor y un prolífico escritor. Sus contribuciones al Concilio de Calcedonia, que en 451 afirmó la unidad de las dos naturalezas de Cristo, sentaron las bases de la enseñanza católica reconocida sobre la dignidad humana.

Uno de los sermones navideños más populares de san León recuerda a los cristianos bautizados que participamos en la propia naturaleza de Dios y, por tanto, poseemos una dignidad que es el fundamento de todos los derechos humanos.

Con frecuencia oímos decir que estamos “hechos a imagen y semejanza de Dios” y esta verdad es la esencia de la enseñanza social católica. Dado que cada hombre, mujer y niño (nacido y no nacido) es reflejo del rostro de Dios, todos tienen un valor inherente y derechos inalienables, independientemente de su raza, etnia, posición religiosa, económica o social.

Tal como señalé en la carta pastoral de 2018 titulada “Somos uno con Jesucristo: Sobre los fundamentos de la antropología cristiana”:

El primer principio clave de la doctrina social católica es el respeto de la dignidad de cada persona humana, independientemente de su raza, sexo, nacionalidad, situación económica o social, nivel de educación, afiliación política u orientación sexual, puesto que todos hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. La dignidad es igual para todos. Ninguna persona es «mejor» que otra. Todos merecemos respeto. Todos tenemos derechos humanos fundamentales. Nadie está exento de la responsabilidad de apoyar y ayudar a los demás seres humanos, independientemente de que pertenezcan a la misma familia o comunidad, o que sean extranjeros que nos resulten de algún modo extraños. Puesto que cada persona humana ha sido creada a imagen de Dios, forma parte de la familia de Dios. Para los cristianos esto también significa que somos hermanos de Cristo y entre nosotros.

El respeto de la dignidad humana es primordial en la lucha por la paz, la justicia, la igualdad y la compasión entre las personas y las comunidades. Hoy no habría guerras en Ucrania, Tierra Santa, regiones de África u otras partes del mundo si se reconocieran y respetaran los derechos y la dignidad de todos.

En mi carta pastoral, puntualicé:

Todos los pecados cometidos contra la dignidad de las personas, incluyendo tomar una vida humana, el abuso y el acoso sexual, la violación, el racismo, el sexismo, la teoría antimigratoria del nativismo y la homofobia, constituyan transgresiones a este principio fundamental. Tenemos la capacidad (y a veces es nuestra obligación) reprobar la conducta de algunas personas, pero jamás podemos denigrar, irrespetar o maltratar a otros sencillamente a causa de nuestras diferencias, independientemente de las circunstancias.

Como dice san León el Magno, “participamos en la propia naturaleza de Dios” y esto significa que toda persona humana es digna de reverencia y respeto. Nadie es “menos” que otra; nadie merece ser menospreciado o maltratado, independientemente de sus creencias o acciones por mucho que no estemos de acuerdo con ellas.

La paz verdadera y duradera solamente llegará cuando los individuos, las familias, las comunidades y los países aprendan a respetarse a pesar de sus diferencias. La violencia y el odio son incompatibles con el respeto de la dignidad humana ya que envenenan los corazones humanos y, como dice san León el Magno, “nos devuelven por el pecado a nuestra vil condición anterior,” el estado en el que se encontraba la humanidad tras la negativa de nuestros primeros padres a aceptar la dignidad que Dios les había otorgado originalmente.

El incomparable valor y dignidad de toda persona humana nos fue revelado cuando el Hijo único de Dios se convirtió en ser humano en el vientre de su Santa Madre María. Asumiendo nuestra naturaleza humana, Jesús nos mostró que nosotros, sus hermanos y hermanas, participamos en la naturaleza divina de la Santísima Trinidad.

No somos accidentes en un proceso evolutivo aleatorio y menos aún somos superiores por nacimiento, posición social o tradición religiosa a ninguna otra persona o grupo. Tenemos diferencias y desacuerdos legítimos, pero estos deben resolverse de forma respetuosa y digna, y desde luego, no mediante la guerra o la opresión.

En mi carta pastoral sobre nuestra unidad en Cristo, expreso que:

En cada situación social la presencia del mal se manifiesta a través de las acciones censurables de las personas, así como también en las estructuras sociales corruptas que la sociedad ha permitido que se desarrollen al punto de la institucionalización. Para superar el mal en todas sus formas se necesita el amor puro, desinteresado, compasivo, misericordioso y transformador de Cristo.

El amor vence al pecado y la muerte y tiene el poder de transformar los corazones y las acciones de los individuos y las sociedades, de derribar barreras y tender puentes, y de superar todo lo que socave la dignidad que todas las personas poseen en Cristo, Dios hecho hombre. †

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