May 10, 2024

Cristo, la piedra angular

Elevados por la ascensión de Cristo, continuemos con su obra salvadora

Archbishop Charles C. Thompson

“Hombres galileos, ¿por qué se quedan de pie mirando al cielo? Este Jesús, quien fue tomado de ustedes arriba al cielo, vendrá de la misma manera como le han visto ir al cielo” (Hch 1:11).

Los discípulos de Jesús no eran audaces ni valientes por naturaleza; de hecho, eran hombres tímidos que se asustaban de su propia sombra.

Cuando arrestaron a Jesús, casi todos huyeron. Incluso después de la resurrección del Señor, se reunieron a puertas cerradas por miedo, y cuando Jesús se les apareció y demostró que no era un fantasma, seguían atemorizados y confundidos.

No es de extrañar entonces que cuando Jesús ascendió al cielo ante sus ojos, los discípulos se quedaran paralizados de asombro y miedo. A pesar de que les aseguró que no los dejaría para siempre, no tenían ni idea de lo que debían hacer a continuación.

Las últimas palabras de Jesús a sus discípulos no fueron especialmente alentadoras. Como leemos en el Evangelio de San Marcos:

Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura. El que cree y es bautizado será salvo; pero el que no cree será condenado. Estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios, hablarán nuevas lenguas, tomarán serpientes en las manos, y si llegan a beber cosa venenosa no les dañará. Sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán. (Mc 16:15-18)

Ya era bastante desalentador para unos simples pescadores galileos que se les dijera «vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura», pero la perspectiva de echar fuera demonios, tomar serpientes con las manos y beber veneno mortal debió ser desconcertante y desalentadora.

Incluso cuando Jesús les prometió que “recibirán poder cuando el Espíritu Santo haya venido sobre ustedes” (Hch 1:8), no entendieron exactamente lo que eso significaba.

¿Por qué tuvo que dejarlos Jesús para volver con su Padre celestial? ¿Por qué no se quedó con ellos y se hizo cargo del nuevo movimiento que se convirtió en la Iglesia universal? Y en ese sentido, ¿por qué no restituyó “el reino a Israel” (Hch 1:6), algo que los judíos devotos esperaban del Mesías?

No sabemos las respuestas a estas preguntas pero lo que sí sabemos es que Jesús dijo a los discípulos que “a ustedes no les toca saber ni los tiempos ni las ocasiones que el Padre dispuso por su propia autoridad” (Hch 1:7). Esto significa que debemos confiar en que la sabiduría de Dios, que es mucho mayor que la nuestra, definirá los “tiempos” y las “ocasiones” apropiados para las cosas que sucederán en su Providencia.

Lo que sí sabemos es que cuando Jesús envió al Espíritu Santo, los mismos hombres tímidos que habían estado paralizados por el miedo se convirtieron en audaces y valientes misioneros que ardían con la verdad y el amor de Dios. La ascensión de Cristo al cielo ocasionó que sus discípulos se abrieran a una forma de vida totalmente nueva. En lugar de contenerse, dejando que Jesús mismo llevara a cabo su obra, los discípulos tenían ahora que asumir la responsabilidad de la misión que les había encomendado: “Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura” (Mc 16:15).

Sabemos por experiencia propia que no había forma de que estos hombres tan corrientes pudieran haber llevado a cabo la misión de Cristo sin ayuda, ya que tenían todo en contra. No tenían dinero, ni estatus oficial, ni un “plan grandioso” de evangelización. Lo que sí tenían era la gracia de Dios que recibieron cuando vino el Espíritu Santo. Por el poder del Espíritu Santo (y ningún otro poder), se convirtieron en audaces testigos de Jesucristo “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra” (Hch 1:8).

San Marcos concluye su descripción de la ascensión del Señor al cielo diciendo: Después que les habló, el Señor Jesús fue recibido arriba en el cielo y se sentó a la diestra de Dios. Y ellos salieron y predicaron en todas partes, actuando con ellos el Señor y confirmando la palabra con las señales que seguían. (Mc 16:19-20)

La imagen que ilustra este pasaje del Evangelio hace que todo parezca fácil: el Señor ascendió, e inmediatamente los discípulos salieron y predicaron por todas partes. Pero sabemos que no ocurrió así. Sin la gracia del Espíritu Santo, nada de esto habría sido posible. Los discípulos requirieron mucha ayuda, y nosotros no somos diferentes.

Al celebrar este domingo la solemnidad de la Ascensión del Señor, recordemos dar gracias a Dios por los dones del Espíritu Santo que hacen posible que vivamos la alegría del Evangelio y compartamos la Buena Nueva con todos nuestros hermanas y hermanos en todas partes. †

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